Dicen que nada es para siempre. Aunque a veces se nos olvida. Y al final, todo viene y después se va, en una vida que es como un péndulo gigante y pesado con su largo y cadencioso vaivén.
Una vez que los cuervos (los cuervos más negros de toda la noche) lograsen anidar en mi cabeza, ya estaba acostumbrado a su aleteo, su insoportable crascitar, y los picotazos constantes en mi memoria hasta dejarla arañada y marcada en pura melancolía (haciendo que la lluvia del Invierno durase casi todo el año).
Tan sólo algunas veces, quizá por cansancio, quizá por lástima, cesaban su errático aleteo y dejaban que entrase un poco de luz a través del sus alas. Y durante ese rato, su plumaje negro intenso se volvía azul oscuro o incluso púrpura…
Hoy han amanecido con ganas de marchar.
Esbozo una sonrisa. Cierro los ojos, abro mi mente y les dejo que vuelen libres.
Que se vayan a otro cielo, a otra tierra, bajo otra lluvia.
Yo no les guardo ningún rencor.
Y así me despido de ellos y también del Invierno. Para siempre.
Tan sólo un instante después, les doy la bienvenida a los dragones.
Que vengan con su batir de alas poderosas, sus ojos encendidos y sus fauces humeantes.
Y que envuelvan mi cabeza en un infierno, que abrasen y arrasen lo poco que los cuervos dejaron sin picotear.