El libro

–Tengo un libro de tapas oscuras.
–¿Lo escribiste tú?
–No. Me lo regalaron. Desde entonces lo leo todas las noches.
–¿Qué es eso? Lo que está dibujado en las hojas
–Espirales y garabatos.
–¿Se están moviendo?
–Sí. Quieren salir para morir.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo he leído en el libro. Son culpables, además.
–¿Culpables de qué?
–De todo. ¿No lo ves? Las letras son arañas, las líneas mentiras y las hojas mortajas.
–¿Y las historias que cuentan?
–Esas son desgracias.
–No será para tanto.
–Sí que lo es.
–No. No te has dado cuenta de que eres tú el que escribe las historias por el día y las lees por la noche.
–Eso no es cierto. El libro siempre estuvo escrito y lo leí tantas veces que me lo sé de memoria. Puedo recitarlo de carrerilla.
–Ya. Puedo oírte algunas veces.
–Anocheció. Voy a leer. Otra vez.
–No lo hagas, ya no hace falta.
–No sabes lo que dices. Necesitamos un guion. El guion del libro.
–El libro está en blanco. No hay guion. Los garabatos y las espirales las hiciste tú. Cada día y cada noche te enredas un poco más.
–No te creo. Es el libro de nuestra vida. Tenemos que seguirlo hasta que lleguemos a la última hoja. La que hará de mortaja.
–No hace falta. El libro no existe. Eres más libre de lo que piensas.
–No sabes lo que dices. Cállate y lee conmigo. Sigue los garabatos y las espirales. Hazte pequeño para caminar por ellas.
–Cierra el libro. El otoño se acerca. Las hojas caerán y serás libre.
–No puedo. Ya es de noche. Y el día se acerca. Va a pasar otra hoja, otra historia, otra mentira, otra desgracia.
–Sal de la espiral. Aún hay tiempo.
–No puedo. Yo soy la espiral.
–Dibujé alas en las hojas. Salta. Todavía puedes.
–Ven conmigo, no me dejes sólo.
–Despierta, sólo es un mal sueño.
–No te veo, no te oigo. Un garabato me cogió del cuello y me metió dentro.

El libro se cerró y con las alas que dibujé salió volando hacia las nubes de tormenta.
A veces me acuerdo de mi amigo y estoy seguro de que él también me recuerda. Sé que todavía lee por la noche porque yo escribo por el día. Y que a veces me escucha cantar de igual manera que yo le oigo llorar.
Cuando llega el otoño el viento me hace llegar una hoja con un garabato o una espiral. Entonces busco un rayo de sol, el más luminoso y escribo con él un verso que hable sobre libertad, para que esa noche pueda leerlo y al día siguiente piense que si él quiere, todavía puede escapar del libro que lo tiene preso desde que nació.

MANZANAS

1.- LA PRIMERA MANZANA

Qué día tan chulo que hace, aquí en el jardín del Edén… Ese sol, ese calorcito, ese cielo azul y despejado adornado por esas nubecitas tan delicadamente esparcidas al azar.
Pedazo de vista hay desde aquí: Ese pequeño lago, esas montañas lejanas, ese fulgor, ese verdor, esa frescura… ¡Qué pasada! Parece un paisaje pintado por un impresionista, Monet o Renoir.
Mirad los leones y los cervatillos.
Los tigres y los corzos.
Los cocodrilos y las cebras.
Qué tranquilos están.
En paz y armonía.
Todos durmiendo tranquilamente.
No hacen otra cosa en todo el puto día.
¡Qué aburrimiento! ¡Por Dios! Qué coñazo es esto a veces.
Lo más interesante que puede pasarme aquí es que la brisa, que a veces sopla, me balancee. Un poco, no os vayáis a creer.
No sé cuánto tiempo llevo aquí, colgada de este árbol que parece la perfecta perfección. Incluso parece que irradia luz, el árbol y todo lo demás. Mires donde mires hay brillos, reflejos y destellos opalescentes… Aquí es que todo es tan puro, tan intenso y tan refinado que a veces agobia.
Pero ahora fíjate en mí, por ejemplo: Mi piel suave, con su brillante rojo intenso y las motitas blancas como el rocío del amanecer del primer día de primavera, y ese rabito tan fino y gracioso con el que me agarro al árbol…
¡Qué guapa que soy, por favor! ¿No te mueres de ganas por morderme y saborearme? ¿No darías lo que fuera por hacerlo? Pues ella no, o al menos, no lo parece.
Eva, creo que se llama. Viene siempre desnuda. Con su piel suave y su pelo largo y ondulado del color del Otoño, con sus pies pequeños y sus manos de pianista; sus ojitos azules y esos hoyuelos que se le marcan en su carita al sonreír… Y esos pechos pequeños con sus pezones oscuros y afilados que se mueven garbosos en cada paso. ¡Ufff, cómo me pone!
Viene todos los días con él, su marido, su novio o lo que sea. Peludo, grande, bruto y con todo colgando groseramente. ¡Qué mal me cae, el palurdo! A saber en qué gilipollez estará pensando… en fútbol o en cerveza, seguro.
En cambio ella, mírala, observando, meditando, con esa mirada lejana y melancólica. Seguro que por las noches lee a Stendhal o Pessoa y piensa en el movimiento planetario o en la importancia del Mindfulness.
Pues siempre vienen, me observan y después se van. Una vez ella estuvo a punto de hacerlo. Tocarme, cogerme. Casi pude oler su piel. Yo creo que huele dulce, a algodón de azúcar o a dulce de leche.
Algún día dejará al paleto con el que va y entonces me cogerá, me morderá y seré suya… y será mía.

* * * * * 

Otro día más, tan maravilloso y perfecto, tan luminoso y primaveral.
Exactamente igual que todos los demás.
Ni siquiera hay moscas, avispones o gusanos que horaden mis entrañas.
¡Esto es insoportable!, si no me ocurre algo pronto me volveré loca.
Evita, mi amor… ¿Dónde estás? Ven conmigo, por favor…
Tengo que hacer algo.

—¡Hola señora Serpiente!
—Sssssss!!!
—Aquí arriba, la manzana, las verdes no, la roja brillante, la de las motitas blancas.
—Sssssss!!! Sssssss!!!
—¿Quieres jugar a un juego conmigo?
—Sssssss!!!
—Es muy divertido, ya verás qué bien lo pasamos
—Sssssss!!! Sssssss!!! Sssssss!!!
—Mira, es muy sencillo, vamos a jugar a que tú eres muy lista, que sabes mucho de este lugar y no tiene secretos para ti.
—Sssssss!!! Sssssss!!!
—¡Perfecto! Yo seré un árbol prohibido y tú te llamarás, por ejemplo, Satanás. ¿Qué te parece?
—Sssssss!!! Sssssss!!! Sssssss!!!
—¡Muy bien, pues empezamos a jugar! ¿Ves a esa pareja que está ahí tumbada?
—Sssssss!!!
—Pues tienes que decirle a la chica exactamente lo siguiente…

2.- LA MANZANA ACELERADA

Llevo colgada de esta rama un montón de años, con una perspectiva inmejorable.
No me aburro lo más mínimo y me encanta lo que hago: observo, pienso y vuelvo a observar. Estudio alternativas, las comparo y memorizo la que creo correcta.
Concentrada me fijo en el vuelo de los pájaros, en cómo ascienden y cómo descienden, miro cómo cae la lluvia, como sube el humo…
Atenta veo a la gente jugar, bailar, saltar, caer, pelearse y llorar. He visto muchas lágrimas precipitarse contra el suelo.
Por las noches hago lo mismo, miro las estrellas, los planetas y la luna. Memorizo las órbitas y trato de anticiparme a ellas para predecir los eclipses… y nunca duermo, es una completa pérdida de tiempo. Prefiero observar, comparar y memorizar. Una a una, recito mentalmente mis teorías y ya tengo unas cuantas. Ojalá pudiera apuntarlas y hacer unos tratados. Pero es imposible, yo sólo soy una manzana.
Los de ahí abajo están bastante atrasados aún, lo sé. Llevo mucho tiempo observándoles también a ellos y creo que les falta… perspectiva e imaginación. Dan por supuesto muchas cosas y esto no funciona así.
Aunque hay un joven que viene por aquí cada pocos días, tiene los ojos oscuros, el rostro afilado y una cabellera grisácea. Siempre viene solo y se muestra pensativo. Hace lo mismo que yo: observa, piensa, reflexiona y después se marcha por donde ha venido. Pero él puede escribir y tiene mucha suerte de poder hacerlo. Me gusta ese joven, es diferente al resto. Me gustaría hacer algo por él, porque tengo la sensación de que busca algo y no acaba de encontrarlo.

* * * * *

He dejado de observar el mundo, las estrellas, los elementos. Las conclusiones a las que he llegado creo que son correctas: ya sé qué fuerza tira de mí hacia abajo y qué otras rigen todos los movimientos, comprobé, sólo con minuciosa observación, que todas ellas se pueden aplicar a todos los niveles, a las cosas pequeñas y cotidianas, pero también a las cosas grandes e incluso a escala planetaria.

Hace tiempo que me dedico a observar al joven que todos los días viene aquí.
Continúa meditabundo, sigue mirando y observando… me he fijado que mira las mismas cosas que yo y del mismo modo. Creo que está a punto de llegar a las mismas conclusiones a las que yo llegué en su día, pero no termina de hacerlo.
Mira, ahí está, acaba de llegar de nuevo. Se ha sentado a la sombra de mi árbol. Lo tengo justo debajo, en mi vertical.
Este joven necesita un golpe de suerte. Una evidencia. Y voy a dársela.

—¡¡¡ Banzaaaai !!!

 

3.- LA MANZANA ENVENENADA

Al pasar la barca…
Me dijo el barquero…
Las niñas bonitas…
No pagan dinero…

Yo soy muy bonita…
Y así quiero ser…
Me guardo el dinero…
Una y otra vez.

¿Os gusta la canción que he escrito? Seguro que sí.
Soy la manzana más bonita del reino, no hay otra como yo. Mirad mi piel, roja y brillante como un rubí recién pulido por las manos de un maestro joyero. Tersa, suave y sabrosa, como una joven princesa casadera que creció entre sábanas de la mejor seda. Y ¿qué me decís de esa hojita tan graciosa?
Todos se mueren de ganas por saborearme, pero en realidad no se atreven a mancillar este despliegue de belleza, que es un auténtico regalo para la vista de todos.
Ni siquiera ella se atreve: La Reina.
Todos los días se planta frente al espejo y le hace la misma pregunta: “Espejo, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”.
El espejo no le responde, obvio, soy yo quien lo hace, poniendo mi voz más ronca y profunda le contesto: “Tú, Mi Reina, tú eres la más bella”, así se queda tranquila y contenta, se quita de en medio y… entonces yo puedo disfrutar de mi belleza, de mi maravilloso reflejo en el espejo.
Me encanta verme, estaría haciéndolo todo el día.
Mi reflejo y yo. La perfecta simetría. Prodigiosa conjunción.

* * * * *

Estoy muy preocupada ya que se dice por ahí que hay una joven muchacha que es muy guapa, Blancanieves, dicen que se llama. Esto no me gusta.
La reina también anda muy preocupada.
Pero lo peor de todo es que, para resarcirse, se pasa muchas horas frente al espejo y ¡yo no puedo verme en él!

* * * * *

¡Mierda! ¡Mierda! ¡Esto no puede ser!
Dicen ahora que Blancanieves es la más guapa del reino, mucho más que la reina.
Pero… ¿será más guapa que yo? No quiero ni pensarlo…
Voy a cantar mi canción, para olvidarme un poco de todo:
Pretty woman, walking down the street…
Pretty woman, the kind I’d like to me…

* * * * *

Esto es el final, se ha terminado todo: Estoy empezando a arrugarme.
Mi piel perfecta se está llenando de estrías, marcas y pliegues. Al principio eran casi imperceptibles, yo pensé que era el espejo que estaba sucio… Ahora, día a día, las imperfecciones se hacen cada vez más evidentes, incluso mi hojita está enrollándose y empieza a apuntar hacia abajo.
La reina está también desolada, es incapaz de olvidarse de Blancanieves. Habla de ella todo el día. La odia con toda su alma… Y yo también.
Seguro que mi desgracia es por su culpa, seguro que ha lanzado algún hechizo o maleficio contra la más guapa, que era yo.
Le hago sombra y lo sabe.
Quiere quitarme de en medio.
¿Cómo no se me había ocurrido antes? Tengo que darme prisa antes de que sea demasiado tarde.
Esta es mi oportunidad. La reina viene a “hablar” otra vez con el espejo.

 

4.- LA MANZANA ATRAVESADA

La Tierra es una manzana verde. Es muy grande, inmensa y yo soy una réplica exacta, pero a muy pequeña escala. Si pudierais verla desde la distancia, veríais que los continentes, los mares y las montañas están sobre su piel, pero lo que más os llamaría la atención es su color verde, que es precioso.
Y, por si no lo sabéis, rota sobre sí misma y también alrededor del sol, que no es otra cosa que una gigantesca y descomunal calabaza envuelta en llamas. Aunque, como está tan lejos parece a simple vista del tamaño de la luna que, en realidad, es una uva blanca, esférica y perfecta, bastante grande. La manzana tiene un rabito y una hojita que son del color del cielo y no pueden verse, pero son los responsables -especialmente la hojita- de que a veces la luna -la uva blanca- se muestre entera o por el contrario parezca que crece o mengua. Se trata de un efecto óptico curioso, dependiendo de si la hojita la tapa o no.
Os contaría más curiosidades pero ahora no tengo mucho tiempo. Estoy sobre la cabeza de un niño, ambos completamente inmóviles y apoyados en un árbol. Su padre, que es un arquero llamado Guillermo Tell, está apuntando exactamente hacia mi centro y en cualquier momento soltará la flecha.
Así que, vamos a volver a la gran manzana, que es La Tierra.
Lo que he querido decir con toda esta introducción es que La Tierra, al contrario de lo que piensan algunos, no es plana. ¡Es redonda! Y, aún en distancias como ésta, tiene una pequeña curvatura. Esto es importante y espero que Guillermo lo esté teniendo en cuenta, de no ser así, el tiro puede salirle alto.
Espero también que tenga en cuenta la brisa que sopla por la derecha, eso es más preocupante porque es imprevisible. La flecha pesa poco y es muy susceptible de ser desviada. Confío en la capacidad de Guillermo para acertar en mi centro sin rozar a su hijo. Lo que realmente me preocupa es la distancia a la que va a disparar, demasiado lejos como para tener garantías de nada, incluso para el mejor arquero del mundo.
El gobernador, que es un ser ruin y despreciable, es quien ha montado este tinglado. Ni me molestaré en hablaros de él, tan sólo comentar que es un miserable con el ego elevado a la enésima potencia. Al final, y por su culpa, la única opción de que todo salga bien es que la flecha me de a mí en la mitad y caiga al suelo partida en dos o atravesada y clavada al árbol que tenemos a nuestra espalda. Si falla el disparo y le da al niño… no quiero ni pensarlo. De igual forma, si el disparo es errado y la flecha pasa de largo o se queda corta, apresarán a Guillermo. ¡Y no deseo ninguna de esas dos cosas! No quiero que le ocurra nada malo a esta familia. Llevo varios días con ellos y me han cuidado muy bien. Me divierto mucho, sobre todo con el niño. A menudo me frota para sacarme brillo, me hace cosquillas y… ¡eso me encanta! Otras veces me impulso -pues tengo un ligero margen de movimiento- y salgo rodando por la mesa, él me coge cuando ya he caído por el borde, en el momento justo, antes de estrellarme contra el suelo. Es muy divertido… por ello hubiese querido terminar mis días alimentando a esta familia, para mostrarles mi agradecimiento… Pero no ha podido ser. La suerte está echada y sólo queda esperar.
Un momento.
Silencio.
Está a punto de disparar.
Lo sé porque ha empezado a aflojar los dedos que sujetan la cuerda tensada al máximo. Arquero, arco, cuerda y flecha van a dejar de ser un solo bloque en cualquier momento.
Ha soltado la cuerda… ¡la flecha sale disparada a gran velocidad!
Bien, va bien…
El tiro ha salido desviado a la derecha, lo ha hecho para compensar el viento que sigue soplando.
La flecha se acerca dibujando una curva muy abierta.
Bien, esto pinta bien.
Me dará justo en la mitad.
¡No, no, no!
¡El viento se acaba de parar!
¡Justo cuando faltaban unos metros!
¡Se está desviando!
¡Mierda! ¡Mierda!
¡El puto viento!
¡El tiro sólo rozará mi costado derecho!
¡Tengo que hacer algo!
¡Impulsarme a la derecha!
¡Para que la flecha me acierte en el centro!
¡Puedo hacerlo! Como cuando juego con el niño…
¡La flecha ya casi está aquí!
¡Sólo basta un impulso a la derecha!
Uno…
Dos…
Y…
¡Hasta siempre familia!

5.- EL LOGO DE LA MANZANA MORDIDA

No tengo la culpa de ser una romántica.
Me hubiese gustado ser la manzana mordida de un bodegón, esas pinturas coloridas de fondo oscuro que transmiten serenidad o incluso erotismo. Porque, si me hubiera retratado Caravaggio o Zurbarán, te aseguro que morirías de ganas por morderme y me desearías casi tanto como a los labios rojos y carnosos de la mujer más voluptuosa.
En ese caso, y expuesta en una lujosa galería de arte, con mis colores y mis artísticos claroscuros, sería fotografiada, admirada y deseada durante cientos de años por varias generaciones. Porque, ¿a quien no le gustaría ser una obra de arte?
Pero no. Soy del tamaño de una uva pasa y ni siquiera tengo color. Tengo un brillo metálico, plano, frío y extraño, porque mi forma no se corresponde con la realidad de una auténtica manzana mordida.
Diseñada, supongo, por un imberbe y unos programas llamados “Autocad” y “Photoshop” (que no sé ni lo que son), fui serigrafiada de forma nada artesanal en la trasera de un pequeño objeto metálico.
Se dice que estos objetos son inteligentes, pero, por lo que he podido comprobar y comprender, sus dueños, con ellos en las manos, se comportan de forma irracional, estúpida, y olvidando el mundo real, concentran la mayor parte de su existencia en la pequeña superficie lisa y luminosa que absortos no dejan de toquetear.
Dicen que soy un logo (qué palabra tan tonta, por favor), muchos me admiran y desean pero no de la forma que se hace con una obra de arte auténtica. El arte perdura en el tiempo y se vuelve inmortal, mientras que estos cacharros tan sólo duran dos o tres años.
No tengo la culpa de ser una romántica, de tener Bluetooth en lugar de piel y 128 Gigas de RAM en lugar de sabor. Y sin embargo, sueño cada noche (sólo cuando mi dueño me deja en paz) que soy la manzana más bonita y realista del más bello bodegón, que el más grande de los artistas tardó años en pintar.

FIN

A cambio de nada

Los tiempos han cambiado mucho. En los últimos siglos, tan solo hacía falta pronunciar mi nombre y la gente se asustaba, incluso huían despavoridos. Había una corte de exorcistas e inquisidores, la propia iglesia parecía dedicada en exclusiva tan solo a contrarrestar mi poder y ensalzar a Dios. Recuerdo las pequeñas aldeas presas del miedo y la superstición, los aquelarres de brujas donde yo me manifestaba para que unos me adorasen y otros me temieran.
Recuerdo también los rituales y los pactos que los más valientes hacían conmigo para venderme su alma a cambio de riquezas, amores o poder.
En aquellos buenos tiempos, mi trabajo era muy sencillo de realizar. Pero ahora la gente se las sabe todas y está de vuelta de todo. Las brujas, por ejemplo, salen en la tele o en Youtube y son admiradas, no temidas. ¿Dónde se ha visto eso? Son las consecuencias de la vida moderna, los avances, el conocimiento –desconocimiento diría yo–, la comunicación, la conectividad y todas esas cosas. Además ahora todo el mundo va por ahí con una cámara en el móvil y si yo apareciese con mi aspecto natural, la gente en lugar de huir me grabaría y al día siguiente habría cientos de memes y chistes con mi cara circulando por la red. Y eso no puede ser. Un poco de seriedad por favor, soy el Ángel Caído, el Señor Supremo del Mal y merezco grandeza, alabanza y también temor, no la frivolidad de estos tiempos en los que cada uno va a la suya.
Así que no tuve otro remedio que adaptarme a esta vida tan moderna. Y, mal que me pese, admito que me vino bien este cambio de estrategia porque la forma antigua al final me aburría un poco.
Decidí bajar la Tierra con apariencia humana. Primero pensé en ocupar las altas esferas, alguna presidencia de algún país importante, no hubiera sido difícil, pero en el fondo sigo siendo un artesano y para conseguir las almas de la gente es mejor tratar de tú a tú; la dirección del mundo se la dejo a Dios, que es lo que a él le gusta. Yo prefiero malmeter y pervertir a pequeña escala, ser un cáncer en la obra de Dios en lugar de corromperla demasiado porque un mundo en el que sólo reina el mal al final se auto destruye.
Así que en una ciudad muy importante monté un gran negocio de compraventa de artículos usados. El consumismo de la gente hace que compran y vendan continuamente. Cada día pasan por mi negocio cientos de personas deseosas de otro producto mejor dejando el suyo que otros comprarán sin pensar, porque todo lo que importa es cambiar lo que tienen para seguir consumiendo. Pobres idiotas, tan sólo quieren estar a la última sin importarles nada más… El sistema de sostiene sólo, yo no he tenido que hacer nada. Mi única aportación está en el contrato que tienen que firmar, en el que manifiestan que los artículos que venden no son robados. La letra pequeña de ese contrato –que nadie se molesta en leer– es un pacto que les obliga a entregarme su alma. Pobres ignorantes, salen de mi tienda sin sospechar que han dejado su alma en el mostrador. En su lugar yo la cambio por una de plástico recio y aparatoso. Y sin darse cuenta del trueque seguirán su vida con su nueva alma. Un alma de plástico. Vacía, inservible y ruidosa. Y así, alimentarán su ego con más consumismo y superficialidad, dejarán de lado los libros y la cultura, cambiándola por pantallas, redes sociales, cotilleos y reguetón. Ellos encantados. Y yo también, porque además cuando toda esa gente muera su alma de plástico irá a parar al mar. Y ahí se quedará cientos de años, ensuciando, mancillando la magnífica obra de Dios; todas las almas de la gente estúpida que las entregó, a cambio de nada.

25 centímetros

25 centímetros mediría, más o menos, la mujer que vivía boca abajo, en el techo del salón de mi nueva casa.
Aún no había terminado de ordenar mi ropa en el armario del dormitorio cuando oí ruidos. No le di mucha importancia, pero cuando terminé de colocarlo todo y fui a tumbarme un rato en el sofá para descansar un poco de la mudanza, ahí estaba ella, con su pequeña escoba barriendo mi techo –que a la vez era su suelo– mientras tarareaba una canción de moda. Estoy segura de que me vio, pero no me prestó ninguna atención. No quise incomodarla mucho, así que me contuve y evité dar rienda suelta a mi curiosidad, que era mucha. Era guapísima y me recordaba a Nerea, mi ex, que me dejó con la palabra en la boca y el corazón roto hacía bien poco:
Discutimos y me echó de casa, sin más. Me dijo que yo era muy pragmática, muy directa y que ella necesitaba algo más dulce, más abstracto. ¿Cómo fue lo que me dijo? que desde que estaba conmigo confundía el resplandor de la luna en las paredes con fantasmas amenazantes. ¿Qué coño quiso decir con eso? Nerea era así, yo ya estaba acostumbrada. En un alarde de creatividad –quería que viera que yo también sé decir cosas trascendentales– le dije que ella era como un imperdible, que una vez cerrado no pincha pero no te lo puedes quitar de encima. Se echó a llorar y me echó de su casa.

–No me cuentes tus mierdas, que bastante tengo yo con las mías–, me cortó tajante la mujer del techo. Me callé, decepcionada; me hubiera venido bien desahogarme un poco, en ese momento lo necesitaba. Lástima. Yo pensé que nos llevaríamos bien y que seríamos amigas.

–Dime al menos cómo te llamas–, pregunté, o rogué, no estoy segura, pero ella se limitó a no contestar.

Su “casa” era una réplica exacta de la mía, a escala, ocupando unos pocos metros cuadrados. Sólo el cuarto de baño estaba cubierto, y tenía la costumbre de entrar y salir de él dando un portazo; no había noche que no me despertara. No salía mucho de casa, pero si lo hacía, podía permanecer fuera varias horas. Vencí la tentación de revolver sus cajones y armarios, además de que mi escalera no era muy alta, tampoco era cuestión de vulnerar su intimidad. Sólo hubiera faltado que en ese momento entrase y me pillara haciéndolo, no quiero ni pensar la bronca que me hubiera echado.

Sus ojos grandes y oscuros parecían de personaje de manga y siempre estaban pendientes de todo (excepto de mí). Yo la miraba siempre que tenía oportunidad, tenía un cuerpazo, hacía pilates y yoga varias veces por semana con la entrega de una entrenadora personal. No era nada sedentaria, siempre estaba haciendo cosas en casa, la tenía más recogida y mejor puesta que la mía, que al poco tiempo sólo parecía una mala copia de la suya, siempre impecable. No sé de dónde sacaba tiempo para todo.
Tocaba la guitarra también, mucho mejor que yo. Por más que lo intenté fui incapaz de seguir sus rápidas progresiones de jazz. Demasiado para mí que apenas podía tocar con soltura un blues o un rock ligero. Pero es cierto que no me ayudaba para nada, muy al contrario, parecía que disfrutaba rompiéndome los planes musicales –y todos los demás–, mostrando a cada momento su independencia y superioridad. Y yo, que era un puto desastre en todos los sentidos, acabé rindiéndome, a sus pies. Todavía no sé en qué momento me enamoré de ella como una quinceañera. De su elegancia, de su altivez y de esa forma de mirarme con sus pequeños ojos grandes, incluso en esas circunstancias, siempre por encima del hombro.

Incapaz de llamar su atención, estaba obsesionada y desesperada a partes iguales. Mis días se convirtieron en una suma extraña de horas que una tras otra sucedían bajo su condición eficaz y silenciosa. A esas alturas –no sólo mi casa–, toda yo era una copia barata de ella.
Tenía que hacer algo. Por mi salud mental y porque amaba a esa mujer con toda mi alma.

Cuando salió –vete tú a saber a dónde– llamé a Nerea. Le dije que los fantasmas nunca lloran mientras miran la luna, pero que yo sí cuando pensaba en ella. Le supliqué una noche más, por los viejos tiempos. Una frase estúpida, pero funcionó. Nerea era así, capaz de derretirse –apiadarse– con una frase pomposa, aunque tuviese un significado incierto y absurdo. Me dijo que venía para acá.

No me fue difícil bajar y guardar todos los pequeños muebles para que no los viera y pensara que estaba loca. Ni calcular el tiempo para que la mujer del techo me pillara en la cama con Nerea. –Se morirá de celos, la pequeña diosa–, me repetía yo, acurrucada entre las piernas de Nerea.
Pero cuando entró por la pequeña puerta y vi su cara… y la de Nerea… esa forma tan dulce y especial en que se miraron, una diosa y una soñadora sintiendo un flechazo de manual, en toda regla… comprendí, de golpe, que todo estaba perdido y acabado. Así fue. Nerea se llevó a Julia –a ella sí le dijo su nombre– en su bolso. Antes de salir por la puerta de mi casa, Julia me dijo que me podía quedar con sus cosas. Ni siquiera se despidieron de mí. Embobadas, encoñadas, no dejaban de mirarse ni de hacerse arrumacos. Qué asco me dieron. Desnuda, y aún con el sabor de Nerea en mi boca, me acosté odiándolas. Y me dormí llorando.

25 centímetros mediría, más o menos, el hombre que me encontré boca abajo, en el techo del salón, ocupando el lugar de Julia.
Es un patán sin modales, peludo y grosero, que se pasa el día en calzoncillos, tumbado a la bartola y haciendo posturitas frente al espejo. Nunca cierra la puerta del baño cuando hace sus cosas, y por las noches me despiertan sus ronquidos. A menudo me pide cerveza y no deja de preguntarme –o rogarme– que le diga mi nombre. Pero yo me limito a no contestar y a mirarle, continuamente, por encima del hombro.

Olvido

Me sirvieron el tratamiento para el olvido en una bandeja de aperitivo sobre una mesa de IKEA.
–Esto no es serio–, le dije al tipo que tenía pinta de corredor de seguros o de apuestas, no estaba seguro.
–Beba y calle. Bueno, beba y olvide–, me dijo con gesto muy serio. Bebí sin rechistar ni pestañear.
Salió corriendo en cuanto le di el dinero. Al final, resultó ser un vulgar corredor de ciudad. Un runner normal y corriente.
Me fui satisfecho y contento, necesitaba olvidar. Pero la alegría me duró poco, pues comprobé que seguía recordándola, sobre todo aquella manera tan especial que tenía de mirarme, por encima del hombro unas veces y por debajo del sobaco otras. Ella sí que sabía hacerme feliz…
Resignado, y antes de acudir al trabajo saldé mis cuentas con el matón del barrio. Me dio las gracias antes de salir corriendo también, como el otro. Jodidos runners, no da tiempo ni a despedirse en condiciones. Me quedé con las ganas de estrecharle la mano.
Fui paseando tranquilamente hasta mi consulta. La sala de espera estaba abarrotada de pacientes impacientes…
Como suelo hacer normalmente, receté a cada uno de ellos el medicamento que precisaba el anterior. Curiosamente la mayoría de ellos no vuelven más, será porque se curan. No está nada mal, considerando que tengo mi consulta en una peluquería.
Despaché a todos los pacientes en un cuarto de hora. Al más grave tuve que dejarlo ingresado en la trastienda.
La última paciente entró con uniforme de trabajo. Me dijo una serie de frases que no entendí y además no coincidían con ninguna patología.
–Qué mujer tan extraña. Ésta debe ser también runner–, pensé, pero resultó que no, más tarde me dirían que era policía.
Ahora, mis compañeros de celda me ruegan que les recete algo… pero… ¡qué más quisiera yo! Justamente ahora es cuando me ha hecho efecto el tratamiento para olvidar…

Los últimos días de Dios

—Jaque Mate.
La Dama cruzó el tablero de lado a lado y capturó la torre con la que Satanás protegía su Rey que no tenía escapatoria hacia ninguna casilla.
Dios miraba a su adversario con una mezcla de satisfacción y compasión.
—¿Cómo vamos en el total? —Satanás le preguntó tendiendo su mano roja.
—Te acabo de empatar —respondió mientras la estrechaba.
—No puedes superarme y lo sabes —sonreía Satanás mientras le guiñaba un ojo.
—Lo mismo te digo, hermano —Dios también sonrió, chasqueando los dedos a la vez que las piezas se ponían ellas solas en su lugar—. Fuiste tú!
—No sé a qué te refieres.
—Confiésalo. Tu juego me recuerda mucho al del ordenador “Deep Blue” cuando ganó a Kasparov en 1997. Fuiste tú quien realmente jugó aquel campeonato en lugar de la máquina con una suerte de movimientos arriesgados y perfectos. Combinación insuperable.
—¿Quién? ¿Yo? Yo nunca hubiera hecho eso —y sonriendo, el Diablo mentía sin tratar de ocultar su sonrisa pícara y burlona.
—En aquel tiempo los algoritmos informáticos no estaban tan avanzados. Hasta a mí me extrañó que el campeón perdiese con un programa. ¿Cómo no lo vi en su momento?
—Admite que hice un gran trabajo.
—Eres un abusón.
Los dos sabían que la siguiente partida quedaría en tablas, o a lo sumo, con la ventaja de sólo una partida ganada en el cómputo total. Así había sido desde el inicio de los tiempos.

La mañana era tranquila y soleada en el Edén. Bajo el cielo despejado la brisa acariciaba los elementos como una fina cortina de seda.
—Tengo que contarte mi sueño —Dios alejó un peón una casilla de su alfil derecho.
El Diablo pensó que esa apertura era tan osada como inconsciente, y respondió moviendo su peón de rey una casilla, dejando vía libre a su dama hacia el lado que Dios había hecho su apertura.
—Yo también he soñado algo curioso.
—Tú primero —Dios le miró intrigado.
—Zrod.
—Nuestro guía.
—El mío no. El tuyo. El vuestro —Satanás paladeó las sílabas.
—También es el tuyo aunque no lo creas.
—Ya, sí, lo que tú digas. Pues yo también he soñado con él.
—¿No te parece una casualidad?
—No. Muchas veces soñamos con él. La casualidad al final no deja de ser pura estadística.
—No, hermano —Dios movió la cabeza de lado a lado—. La casualidad y el destino a veces van tan unidos que son en realidad un círculo cerrado.
—No empieces otra vez con lo de siempre —Lucifer protestó chasqueando la lengua.
—No empieces tú.
—Ya sabes que soy ateo y no necesito Dioses que me guíen. Bastantes estamos ya por aquí… Y yo sólo creo en lo que veo. No como vosotros que sois una panda de místicos.
—¿Qué has soñado? —la voz de Dios sonó ahora apaciguadora aunque le molestó la apreciación.
—Que nos citaba a todos en el Lago Redondo.
—¿Para cuándo? ¿Para mañana al alba?
—Sí.
—Yo he soñado exactamente lo mismo. Tenemos que hablar con los demás —el gesto de Dios mostraba verdadera preocupación.
—¿Por qué?
—A las evidencias me remito.
—¿Cuántas veces soñamos con el Lago Redondo? Día sí y día no. Pues ve tú si así lo deseas, hermano. Todo esto me da una pereza terrible.
—¿No tienes al menos curiosidad?
—La más mínima.
Para Dios (y los demás) Zrod era una idea abstracta pero real. Era la referencia. Un abrazo que sentir, una compañía invisible, algo que siempre había estado ahí y que ahí seguiría. El creador de los elementos y del Edén, el origen y el final. A pesar de no haberlo visto nunca jamás, eran capaces de sentirlo. Esa era la diferencia: Ellos lo sentían. Para Satanás era diferente, la idea de Zrod era pura superstición, algo inventado y forzado. Los escritos sagrados que hacían referencia carecían de rigor. Para él era todo simple folclore.
Dios no pudo ocultar su decepción… realmente pensó que podría convencerle.
Y, adelantando dos casillas el peón del caballo derecho, dió por terminada la conversación. Se levantó de su silla de mármol y se fue. Satanás se quedó en su silla de metal incandescente, mirando con los ojos encendidos el tablero que sólo tenía tres peones avanzados.
Le dieron ganas de tirarlo todo de un manotazo al suelo. Estaba realmente enfadado.
Hablar de Zrod le ponía nervioso. Muy nervioso. Porque cada vez lo tenían todos más presente y él se estaba volviendo día a día más práctico.
No comprendía los rituales, los rezos, los miramientos, el miedo, incluso, que los demás sentían. Como si todo estuviera lleno de ojos, llenos de dedos acusadores. Un juicio constante y eterno de “algo” que no estaba en ninguna parte y que sin embargo, condicionaba sus vidas, las de todos y cada uno de ellos. Y no eran pocos los que estaban allí.
Jesús, María y el Espíritu Santo compartían espacio, bien cerca de Dios y el Diablo. Alá, Mahoma y sus 72 huríes hacían lo propio en otro lugar. Al igual que Horus, Amón Ra, Isis y Osiris. Y también Zeus, Hera, Afrodita, Apolo y Hares. Y Krishna, Visnú, Shiva y Brahma, y también Jahvé, Marduk, Jehová, Júpiter, Odín… y así hasta varias docenas de ellos. Algunos, como Thor, Eolo, Neptuno o Selene, parecían no saber muy bien qué estaban haciendo allí. Pero ahí estaban todos ellos, cada grupo (o grupúsculo) separado del resto e interactuando más bien poco, aunque viviendo en armonía.

Satanás decidió salir de su templo y airearse un poco. Lo necesitaba.

El Edén era un lugar realmente impresionante. Si no fuera porque era imposiblemente perfecto, parecería diseñado y fabricado por un Creador con gusto exquisito; la pureza hecha realidad sin límites en ningún sentido. Además de los lógicos parajes (a cada cual más bonito) y ornamentos naturales, los cuatro elementos confluían de manera bella y equilibrada: Fuego, tierra, aire y agua, cada uno en su lugar y en el momento en que correspondía, porque el tiempo también era un elemento igual que el resto. A veces transcurría y a veces no. Podías estirarlo o comprimirlo. A veces incluso te veías a ti mismo en otro instante en el mismo lugar.
El centro del Edén era el Gran Lago Redondo. De aguas tranquilas y azules, estaba rodeado por un césped tan fino como el terciopelo, que invitaba a tumbarse y a disfrutar.
El Lago Redondo era la conexión común del Edén con el resto de escenas, y absolutamente todo llevaba hasta allí. Todos los caminos, hileras de árboles, ríos, corrientes de brisa (y también de lava), flores, copos de nieve y gotas de lluvia (cuando caían) apuntaban a ese lugar. De hecho, aunque quisieras irte en dirección contraria, finalmente terminabas llegando ahí.
Los dioses lo visitaban con frecuencia, aunque evitaban coincidir con los otros porque cada uno tenía sus costumbres, muy diferentes a las del resto. Unos dioses se arrodillaban, otros apoyaban la frente en el suelo, otros hacían ofrendas, otros cantaban, otros hacían desfiles, otros escribían mandamientos y legados, otros hacían extraños rituales como si fueran brujos… Sólo Satanás iba allí a tumbarse y relajarse. Los demás cuando estaban allí, se sentían obligados a hacer algo, lo que fuera, a favor de Zrod.
Las aguas del lago eran algo extraordinario. Si las mirabas a ras de suelo, podías ver a Zrod reflejado en ellas. Y si mirabas hacia el fondo, detrás del agua y su ligero vaivén, como una extraña ventana abierta a otra dimensión, veías a la humanidad, sus logros, sus miserias, sus ocurrencias y sus tonterías. Eran una especie singular. Capaces de hacer lo mejor y lo peor, lo necesario, lo importante, lo absurdo, lo imposible. Les resultaba llamativo comprobar que una gran parte hacía exactamente las mismas rutinas y costumbres que ellos.
Ninguno de los dioses sabían de dónde habían salido. Simplemente estaban ahí sin darle mucha más importancia. Suponían que los habría creado Zrod, como a ellos.

Satanás se tumbó frente al lago, como muchas otras veces.
No le apetecía mirar hacia abajo y ver a los hombres y a las mujeres. Después de tantos milenios observándolos, los conocía bien. Eran muy previsibles y al final todas las civilizaciones seguían las mismas pautas y cometían los mismos errores, tanto individualmente como a nivel global. Intuía que a ésta no le quedaba mucho para sucumbir. Se lo estaban ganando a pulso además. Pobres ignorantes, tan avanzados y al mismo tiempo, tan estúpidos. En el fondo, le aburrían.
Miró una vez más al ras del agua y vio reflejadas las nubes y las montañas lejanas, igual que siempre. Nada más. Ni rastro de Zrod.

Así, completamente relajado y sin pensar en nada, se durmió.

Los dioses empezaron a llegar un poco antes del alba, puntuales a su cita. El murmullo de sus pasos y sus almas llegó hasta el Lago Redondo mucho antes que ellos.
Satanás se marchó antes de que llegaran todos. No le apetecía nada verlos ni participar en aquello que iba a tener lugar, fuese lo que fuese. No estaba para tonterías.
Los 175 dioses se dispusieron alrededor del Lago, cada uno acompañados de los suyos. Sólo Dios echaba de menos a su hermano. Era el único que faltaba. —Me ha tenido que tocar el único ateo —murmuró, como muchas otras veces hiciera.
Las caras de los dioses reflejaban sorpresa, nerviosismo, desconcierto y también la esperanza de que Zrod se manifestase por fin, de algún modo. En milenios era la primera vez que todos a la vez soñaban con él, con una cita concreta, un día concreto.
Todos miraban al centro del Lago. La humanidad, abajo, seguía con sus vidas anónimas, y los dioses arriba… no sabían qué iba a pasar. Ninguno de ellos.

Una niebla empezó a formarse en la superficie del Lago, al tiempo que el débil movimiento del agua quedaba paralizado y todo lo demás oscurecía…
El tiempo, como la dimensión variable que era, quedó detenido.
La bruma tomó consistencia, se elevó varios metros girando sobre sí misma dibujando espirales. Cuando se disipó, apareció Zrod, mientras todos los demás no daban crédito a lo que veían.
Zrod lo era todo en ese momento. Irradiaba luz y parecía estar mostrando el frente a todos por igual. Era bello, andrógino por momentos, a veces parecía más un hombre, a veces una mujer, a veces un niño, a veces una anciana y a veces otra cosa completamente diferente. Proyectaba cuatro sombras: una estática, otra nerviosa, otra de colores y otra luminosa…
Un instante después, el tiempo volvió a transcurrir y cada uno de los dioses hizo algo diferente. Unos rezaron, otros se arrodillaron, otros se echaron al suelo, otros alzaron las manos, otros cantaron, otros se sintieron indignos, y alguno que otro, paralizado, no supo lo que hacer.
—Por favor, silencio —se oyó claramente sin que sus labios se movieran lo más mínimo.
Todos se callaron.
—Poneos en pie y atendedme —Siguió sin mover los labios—. Su voz sonó serena y profunda, doble, quizá triple; una grave, otra aguda, otra ni grave ni aguda.
Los demás obedecieron, sin atreverse, casi a respirar.
Nadie allí era capaz de abrir más los ojos y los oídos…
—He decidido mostrarme, por primera y última vez, dada la gravedad de la situación —manifestó con un gesto parecido a la tristeza—. Lo que os voy a decir va a cambiar las cosas radicalmente —prosiguió, ahora sí, moviendo los labios tras los cuales se escapaba un vaho fantasmal que después caía, suavemente y en forma de cristales, al Gran Lago.
¿Sois conscientes del nivel tecnológico que está alcanzando la humanidad? —hizo una pausa—. Pues están tan avanzados, que están obteniendo respuestas. Las respuestas. Todas las respuestas y en todos los ámbitos. Especialmente en cosmología, geología, biología y física cuántica.
Todos miraban sin comprender. Sin saber ver más allá de sus palabras.
Nadie había parpadeado todavía.
Zrod emitió un pequeño chasquido con la lengua.
—A ver, hijos… ¿vosotros sabéis quienes sois?
Alguien dijo, temeroso, que eran dioses. Los dioses.
—Y ahora decidme… ¿sabéis en realidad quién soy yo?
Dios respondió que era El Guía. El Maestro, el Eterno e Inmortal Creador de todo.
—Siento deciros que estáis muy equivocados —Zrod le interrumpió—. Os lo explicaré: ¿Sabéis el poder que tienen varios miles de millones de personas pensando y creyendo lo mismo? Ese inmenso número mentes inteligentes, de voluntades pensando, creyendo que en realidad existís… al final ellos mismos sin quererlo, han acabado creándoos a todos vosotros. Ellos han sido los que os han dado el poder. Porque os creen poderosos. No ha sido por otra cosa. Y vosotros sois los que me habéis creado a mí. 175 dioses pensando, creyendo, convencidos de que son poderosos… pero sin comprender de dónde habían salido ni por qué estaban aquí. Habéis acabado haciendo lo mismo que los humanos. Creer en algo superior —y mientras lo contaba, no pudo ocultar una expresión de rencor—. Los humanos os crean. Vosotros me creáis. Yo, incluso pensé durante un tiempo que alguien me había creado a mí también.
Hizo una pausa larga y pesada.
—Pero observo a los humanos todos los días —prosiguió— y estoy al tanto de sus últimas investigaciones. Y las últimas han sido muy reveladoras. En un laboratorio hace pocos días consiguieron con unos cuantos elementos de la tabla periódica, crear algo muy parecido a la vida. Una célula, con todas sus funciones, su ADN y capacidad para reproducirse. Días más tarde, han encontrado vida bacteriana en Marte y también en Encélado, un satélite de Saturno. Las últimas observaciones del telescopio James Webb y el Radiotelescopio ALMA, revelan que el universo, dentro y fuera de la Vía Láctea está repleto señales de vida. Unas básicas, otras avanzadas, y otras inteligentes.
Y lo más importante, ayer mismo en el acelerador de partículas CERN de Suiza, lograron comprender y reproducir el desfase cuántico que dio lugar al Big Bang. Han creado un mini-universo en un laboratorio. Con sus 3 dimensiones, sus leyes de la física, su inflación y todo lo necesario para mantenerse.
Señores, —y su voz resonó mucho más profunda y grave— la humanidad acaba de comprender que en el origen del universo y de la vida no intervino ningún Creador. Ahora sí, después de tantos siglos de evolución, la ciencia es capaz de explicarlo todo.
Zrod calló, mientras los demás trataban de asimilar.
—Entonces, ¿qué va a pasar ahora? —Jehová preguntó con voz trémula.
—En breve todo esto se desmoronará. En cuanto la noticia se extienda y la humanidad asimile y comprenda que ya no somos necesarios… Vosotros desapareceréis y yo también. Tenemos los días contados aquí. Por no decir las horas.
Los dioses no se atrevieron a decir nada… paralizados por una noticia tan devastadora.
—Ha sido un placer compartir este escenario con vosotros. Os ruego que viváis vuestros últimos momentos en paz y libertad. No me invoquéis, no me recéis, no me preguntéis ni me dediquéis nada… no imagináis lo agobiante que puede llegar a resultar.
Inmediatamente después, desapareció entre brumas y espirales.

El alba siguió su curso con normalidad y también el ligero movimiento del agua del Lago que engulló los cristales que Zrod había exhalado al hablar.

Algunos dioses menores desaparecieron allí mismo.
Los demás se miraron entre ellos.
Hubo palabras de agradecimiento y despedida. Hubo abrazos y lágrimas también. Hubo buenos deseos. Pero sobre todo, resignación y tristeza.
Cada uno se marchó a su lugar, a su escenario. Algunos no llegaron y desaparecieron por el camino. Otros lo harían poco después.
Dios voló desesperado buscando a su hermano. Tenía que contarle todo y despedirse de él.
Lo encontró sentado frente al tablero de ajedrez. Justo antes de poder decir nada desapareció sin más.
Satanás lo vio volatilizarse y comprendió lo ocurrido al instante. Después de tantos milenios observando a los humanos, hacía tiempo que dedujo que era tan sólo una cuestión de tiempo. Porque siempre era igual. Ya había pasado varias veces. Nacer al inicio de cada civilización y morir cuando la civilización comprendía los mecanismos del universo.
El Diablo movió su dama en diagonal hacia el rey expuesto e indefenso de Dios.
—Jaque mate, mi amado hermano.
Y justo antes de desaparecer, amargamente lloró.

El monstruo del armario

—Papá… ¿me cuentas otra vez el cuento? —mi niño me preguntó con la misma ilusión de todas las noches.
—Claro, hijo, pero después te dormirás que ya es tarde —y arropándole me froté un poco los ojos. Había sido un día duro y tenía algo de sueño.
—Escucha bien, hijo mío, no te pierdas detalle de esta historia tan aterradora.
—¡Espera! —me interrumpió— ¿Cómo se titula el cuento? Y me miró con sus ojitos abiertos como platos.
—Se titula… ¡El moooonstruo del armaaaario! —y mientras lo pronuncié, puse mi voz más profunda y tenebrosa.
—¡Qué bien, qué ilu! —exclamó dando unas palmaditas rápidas.
Hice memoria y empecé a contar tal y como recordaba todo:

“Cuando le pedí a mi padre que mirase en el armario por si había un monstruo… así lo hizo. Abrió la puerta convencido… y después de que su rostro mostrase una expresión de horror, volvió a cerrarla y dijo con la voz temblorosa que allí no había nadie y que no me preocupara. No me dio el beso de buenas noches. Salió deprisa de la habitación y desde ese día nunca más lo volví a ver.
Al final, a todo se acostumbra uno. A vivir sin padre, y también a compartir habitación con un monstruo que vive en el armario.
Sé por qué lo hizo. Por qué se fue mi padre, digo. El monstruo del armario daba bastante miedo. Aunque no era muy mayor (tendría mi edad, más o menos) era de color oscuro, tenía colmillos largos, los ojos amarillos y las orejas puntiagudas. De piernas y brazos fuertes, pero con dedos largos y uñas afiladas, aseguraba no saber de dónde había salido ni qué hacía allí. A mí me dio pena porque parecía desamparado. Por eso le acogí en mi cuarto y en mi armario. Además, el armario era enorme. Había sitio para mi ropa, mis cosas y para él. Y al ser hijo único siempre había echado de menos un hermano con quien jugar.

Desde el primer día mi prioridad fue ocultárselo a mi madre; no quería que hiciera lo mismo que mi padre. No fue difícil, desde que él se marchó, mi madre trabajaba todo el día y tenía poco tiempo que dedicar a la casa, a mi cuarto y a mí.
Una tarde, como el monstruo no tenía nombre decidimos uno. Yo le hubiera llamado Robin, Luke o Irwin pero él eligió Vampoo. Vaya nombre raro, pensé.
Le di permiso para utilizar mi ropa. A excepción de la ropa interior, claro. Como no íbamos muy bien de dinero y mi paga semanal no daba para mucho, la robaba de los tendederos de los vecinos.
La comida no era problema, no le hacía falta comer ni beber. Tampoco necesitaba ir al baño, lo cual era una gran ventaja porque eso hacía más fácil mantenerlo oculto y tampoco sudaba ni olía, por eso no le hacía falta cambiarse mucho de ropa ni bañarse.
Por aquel entonces yo no tenía muchos amigos en el colegio. A Vampoo no le gustaba la gente y me quería solo para él. Aún así… ¡tampoco me daba tiempo! Después de clase tenía que volver a casa para hacer los deberes y estudiar, hacer la compra, limpiar y también jugar y hacerle compañía a Vampoo. Entiendo que bastante aburrido tenía que ser pasar solo toda la mañana.
Como no hablaba ni me relacionaba mucho, mis compañeros me pusieron un mote. A la gente le gusta mucho poner motes. El chapas, el chino, el granos… Y yo fui el raro. Reconozco que podría haber sido peor pero… habría que haberlos visto a ellos, sin padre ni hermanos, llevando una casa y compartiendo habitación con un monstruo de verdad, como los que salen en las películas de miedo.
Por las tardes Vampoo me ayudaba con los deberes e iba aprendiendo a la par que yo, aunque a él no le gustaba estudiar. Pero era mi condición imprescindible para poder ser amigos. Que me ayudara, con los deberes y también con las tareas de la casa. Sólo después de terminar era cuando nos poníamos a jugar hasta que mi madre llegaba, entonces se escondía en nuestro cuarto mientras ella y yo cenábamos y nos contábamos nuestras cosas.
Mi madre nunca se enteró de que Vampoo vivía conmigo. Tenía el oído muy fino y si ella se acercaba se escondía debajo de la cama. Era muy rápido. También muy fuerte, para su corta edad y su escasa estatura.
Alguna vez nos peleábamos… como todos los niños, con sus hermanas o hermanos. A mi no me gustaba que se enfadase, sus ojos amarillos se ponían rojos y su cara se volvía tenebrosa y daba verdadero miedo… así que le pedía perdón y hacíamos las paces.
En alguna ocasión me ayudó, cuando alguien se metió conmigo en el recreo y me pegó, no tuve más que decírselo a Vampoo. Por la noche le hizo una visita y asunto arreglado, no volvió a molestarme.
Cuando oscurecía también me era muy útil. No tenía miedo a que alguien me hiciera daño. Él me protegía.

Y así pasaron los años.
Mi madre y yo.
Vampoo y yo.

Cuando me tocó elegir Universidad, elegí una cercana a la ciudad. Le dije a Vampoo que no podría venir conmigo, que tendría que quedarse en casa y yo iría a visitarlo cuando me fuera posible…
Ese día se puso como una fiera y rompió varias cosas de nuestro cuarto. Logré calmarlo, pero se quedó enfadado unos días. A mí me cayó una buena bronca porque tuve que decirle a mi madre que había sido yo.
Aún quedaba todo el verano para estar juntos. Aún así, ya nunca volvió a ser como antes.
A lo largo de ese verano crecí (curiosamente, él no lo hizo ni lo haría nunca) y empecé a pensar de manera diferente.
Había muchas cosas que ver más allá de ese armario y esas cuatro paredes que se me caían encima cada día un poco más. Me estaba perdiendo muchas vivencias, quería conocer gente y cambiar de aires.
Yo le ocultaba a Vampoo esos pensamientos, sabía que no le gustaría saberlo. Él estaba encantado con nuestro armario, nuestro cuarto y conmigo. No necesitaba más pero yo sí.
Cada día, la presencia de Vampoo me resultaba más asfixiante. Nuestra diferencia de edad cada vez era mayor; él quería jugar siempre más, quería que hablásemos más, me reclamaba continuamente, quería que le contara todo lo que hacía y también mis cosas y mis secretos. Nunca estaba satisfecho, todo era poco. Tenía mil proyectos y en ellos sólo estábamos él y yo. Yo estaba harto y le daba la razón como a los tontos. Mejor dicho, le daba la razón como a los monstruos. Como a los monstruos pequeños. Porque nunca dejó de ser un monstruo de unos pocos años.

Cuando me fui a la Universidad me dio mucha pena. Aunque yo ya estaba muy distanciado de él estuve tentado a decirle que viniera conmigo. Pero no podía ser porque no tendría un cuarto para mí solo y el campus no era lugar para él.
No se despidió. Se quedó dentro del armario.
Y yo empecé mi nueva vida con un nudo en el estómago y otro en la garganta… Pero habiéndome quitado un peso de encima y con una innegable sensación de libertad y futuro.

Cuando en el campus me asignaron habitación y compañero fue una bocanada de aire fresco. Lo necesitaba.
Mi compañero Noé era muy buena persona. Enseguida congeniamos y nos hicimos amigos. Era completamente diferente a Vampoo. Me daba libertad. Sin agobios, sin presiones ni miedos. Además de habitación, compartíamos sueños… la vida por delante abría sus puertas y ambos la mirábamos expectantes, con deseo y ambición.
Hablábamos mucho, sobre todo cuando acababa el día y en poco tiempo sabíamos casi todo del otro. Le encantaban las historias de miedo. Antes de dormirnos, solíamos contarnos (o inventarnos) alguna. Nunca mencioné a Vampoo, pero estoy seguro de que me hubiese creído y hubiera querido conocerlo.
Noé dormía con su machete bajo la almohada por si había un apocalipsis zombi. Él era así. Decía que lo de la invasión zombi era cuestión de tiempo y quería estar preparado.
“Algún día te harás daño, te sería más útil una pistola” le advertí varias veces y él siempre decía que aún no tenía edad, pero que todo se andaría.

El sábado fui a visitar a mi madre… y también a Vampoo.
Llegué antes que ella y lo busqué por todas partes pero no lo vi. La casa estaba limpia y ordenada. Demasiado, para el tiempo libre que tenía mi madre.
Pasé allí el fin de semana. Me echaba de menos, pero la vi contenta. Nunca temí por ella. Sabía que a Vampoo sólo le interesaba yo. Aunque agradecí que desde la sombra ayudase a mi madre con la casa.
Volví al campus desconcertado por no haber visto a Vampoo en ningún momento.

A partir de ese día, comenzaron los rumores. Los estudiantes empezaron a decir que a veces veían una sombra pequeña moverse increíblemente rápido y unos ojos amarillos que observaban desde la distancia. No tenía duda de quién era.
Yo trataba de comportarme con normalidad pero estaba muy intranquilo. En cambio Noé estaba emocionado. Varias veces salió por los pasillos del campus, cuando era noche cerrada y todos dormían. Yo solía acompañarle, no quería que se encontrase con Vampoo él solo, sabía que nadie corría peligro si yo estaba delante.
Una noche me acosté pronto porque tenía mucho sueño y justo antes de dormirme vi que Noé salía de la habitación.
Dormí toda la noche.
Cuando desperté por la mañana, Noé no contestó a mi “buenos días” y tiré de su manta…
Estaba muerto sobre una gran mancha de sangre, con su machete de matar zombis clavado en el cuello.
Días más tarde, los forenses, dirían que se había clavado el cuchillo mientras dormía en un movimiento involuntario. Noé se movía mucho por las noches… pero de ahí a seccionarse la yugular…
En la autopsia dirían también que el cadáver apareció con los dedos índice y medio de cada mano estirados y separados, como haciendo el símbolo de la victoria. Dirían que en el momento de la muerte estaba soñando. Pero yo sabía que no era un símbolo. No era la “V” de victoria. Era una firma. Era la “V” de Vampoo.

Esa misma tarde fui a casa, antes de que mi madre llegara.
Roto y fuera de mis casillas me puse a gritar, a llorar, a insultar a Vampoo.
Le grité que de acuerdo, que él ganaba. Con los ojos llenos de lágrimas, le pedí que me dejara terminar la universidad y que después viviríamos juntos el resto de nuestros días. Pero a cambio, él no mataría ni haría daño a nadie nunca jamás.
Salió de su escondite y me dijo que de acuerdo.
Con una de sus uñas me hizo un corte en la palma de la mano y después hizo lo mismo en la suya.
Nos dimos la mano y así sellamos nuestro pacto.
Ninguno de los dos rompería jamás el juramento de sangre”.

—Papá, qué historia tan aterradora, ¡la has contado genial! —mi niño me miraba emocionado.
Siempre me pregunté cómo le gustaban tanto las historias de miedo. “Las de caballeros y princesas son un rollo” solía decir.
—Ahora tienes que dormirte —y me puse serio para no dejar opción.
—Antes de irte… ¿Puedes mirar en el armario por si dentro hay un monstruo? —y sus ojitos me miraron con inquietud.
—Claro —abrí las puertas del armario y me aparté para que mirase.
—Gracias papá —ahora su voz sonó tranquila mientras cerraba los ojitos.
—Espera papá, dame un beso de buenas noches…

Y entonces abrió sus ojos amarillos, y extendió hacia mí sus manos largas y sus uñas, una de ellas manchada todavía, con nuestra sangre.
Y con todo el asco y el odio del mundo, le di un beso a Vampoo.

Los zapatos de tacón de aguja

Fue la mañana más fría desde que se tienen registros. Los pocos que se atrevieron a salir de debajo de los edredones se quedaron helados después de poner los pies en el suelo frío y no tuvieron más remedio que lanzarse a la cama para no morir congelados, abrazándose a la persona que tenían al lado, los que dormían acompañados, y hechos un ovillo, los que dormían solos. Allí pasaron el día entero, sin atreverse siquiera a sacar la cabeza de debajo de las gruesas mantas para no respirar ese aire helado que se había colado en todas partes.

Por las calles, los zapatos, zapatillas, sandalias, alpargatas y todo lo que la gente se pone en los pies caminaban solos y sin dueño, como si no hubiese pasado nada.

Unos zapatos de tacón esperaban impacientes, en una cafetería, a que otros zapatos elegantes acudieran a su cita. Después de estar allí un rato se fueron por separado, a la oficina.

Las zapatillas de los “runners” trotaban por las aceras y los parques con zancadas rápidas, levantando algo de tierra en cada pisada.

En las escuelas de danza, las zapatillas de ballet hacían sus saltos y piruetas al son de música clásica, en las academias de baile, otros calzados cómodos bailaban salsa, bachata y bailes de salón.

En los campos de fútbol, veintidós pares de botas corrían tras el balón, en los gimnasios los pedales de las bicicletas estáticas giraban a toda velocidad, y sobre las lonas, zapatillas de todas clases y colores se movían a ritmo de zumba, body pump o GAP. También las botas de los boxeadores bailaban alrededor del saco sin que éste se moviese.

Las botas de agua de los niños saltaban con energía sobre los charcos o se deslizaban por los toboganes de los parques.

Mientras las casas seguían congeladas y la gente sin atreverse a salir de la cama, la Tierra siguió girando porque lo que por ella camina no dejó de hacerlo:
Los pasos inseguros de zapatos pequeños que lo hacían por primera vez, las suelas arrastrándose de los que ya anduvieron demasiados años, la cadencia larga del calzado que pasea tranquilamente por las calles y el ritmo rápido de los pasos que van con prisa…

Y así el día terminó normalmente, entre ecos pisadas y huellas en la tierra, zancadas que seguían perspectivas por delante y dejaban veredas por detrás…

Unos zapatos de tacón salieron de la oficina y al poco rato los zapatos elegantes. Se reunieron en el mismo café de por la mañana.
A los pocos minutos los zapatos de tacón se fueron muy deprisa, con pasos sonoros y altivos. Los zapatos elegantes lo harían algo más tarde y pasaron el resto del día vagando sin rumbo por las calles. Llovió, pero los zapatos no evitaron los charcos que encontró en su camino.

Aún hoy, la gente sigue bajo gruesas mantas, helada de frío y soñando con su antigua vida. Mientras, sus zapatos siguen haciendo que la Tierra gire, como si nada hubiese ocurrido.

Karen Red Doll

1.

Se despertó muy despacio… Antes de poder pensar en cualquier cosa se quedó un rato más en ese estado en el que sueño y realidad se abrazan.

A los pocos minutos pudo ser consciente de sus sensaciones y reparó en que se encontraba terriblemente cansada, con el estómago revuelto y muy mareada, como si hubiese pasado toda la noche de fiesta, bebiendo sin control, soportando ahora una buena resaca.

Enfocó su mirada en el techo y se quedó pensativa. ¿Qué hizo por la noche? Por más que intentó hacer memoria no lo recordaba. Vaya noche movida tuvo que ser para no acordarse de lo que hizo. Pero ¿qué hizo por la tarde? ¿Y por la mañana? Tampoco se acordaba…

Esto ya le resultó demasiado raro; en su memoria parecía no haber absolutamente nada, tan sólo el vago trazo de un sueño extraño ocupaba un discreto segundo plano.

Se frotó los ojos, se incorporó en la cama y miró alrededor. Todo lo que vio le resultó desconocido, era un dormitorio grande, amueblado con un gusto exquisito. Los muebles de madera oscura, clásicos, contrastaban con el blanco inmaculado de las paredes. La cama estaba cubierta por unas sábanas de seda de una suavidad extraordinaria.

Por un ventanal enorme se colaba una suave claridad e iluminaba un gran espejo y una caja de cartón enorme que desentonaba con la belleza de la estancia.

Se levantó de manera aparatosa y anduvo por la habitación. Le costaba moverse y coordinar los movimientos; tenía la sensación de no ser dueña de su cuerpo, de estar moviendo torpemente unos miembros funcionales pero que no le pertenecían.

Todavía seguía estando algo mareada… Se sentó en un diván de terciopelo rojo. Sostuvo la cabeza entre las manos y se dio un breve masaje en las sienes para intentar despejarse. Mientras, le asaltó el recuerdo de ese extraño sueño. Ahora lo recordaba bien:

Estaba tumbada en una mesa de operaciones, totalmente consciente y desnuda. Hacía frío, quería vestirse y marcharse, pero no podía, estaba atada. Tenía la mirada fija en un punto porque tampoco podía mover los ojos. Había dos personas allí también. Actuaron con rapidez: abrieron su pecho y le colocaron en el lado izquierdo un pequeño dispositivo pulsátil para simular los latidos de un corazón. A cada lado del tórax, le pusieron unas bolsas planas unidas a una minúscula botella de aire comprimido para realizar el movimiento respiratorio, y en el cuello le instalaban otro diminuto mecanismo para simular pulso carotídeo; lo mismo que en ambas muñecas. Luego, apartando los párpados, le implantaban debajo de ellos unos motorcillos eléctricos, unidos a cada globo ocular. Por último, a través de uno de los orificios nasales, le introducían, ayudados por una varilla metálica, un un microprocesador de última generación, hasta alojarlo en mitad de la cabeza, justo donde debería estar la separación entre los hemisferios del cerebro. Cerraban las heridas con admirable destreza, y lo último que recordaba justo antes de despertar fue que los hombres la metían en una gran caja de cartón y la precintaban…

Un sueño muy curioso, sin duda. Y lo más curioso de todo era que la caja que había en el rincón de la habitación, era exactamente igual que la de su extraño sueño.

Se levantó del diván muy despacio y caminó hacia la caja. Advirtió que se sentía más segura, el cansancio y la pesadez mental parecían haberse esfumado y sus movimientos habían dejado de ser torpes, pero es cierto que parecían algo mecánicos. Fue consciente de ello, pero no importaba, ahora lo más importante era ver qué había en esa caja tan grande, como si en ese objeto se escondiese la explicación de todo.

Se detuvo delante. Era de cartón muy recio y no tenía inscripción alguna, al menos por el lado que ella estaba viendo. Estaba vacía y la giró sin dificultad hasta que en uno de los laterales (que en realidad era la tapa) había una foto de una mujer muy guapa vestida sólo con un conjunto de lencería. Miró su imagen en el espejo y vio, con absoluta sorpresa, que era la misma mujer que estaba en la foto de la tapa. El mismo cuerpo, la misma cara, el mismo pelo rojizo. Tenía cierto aire a Scarlett Johansson. Pero no sólo eso; la misma expresión de deseo, los mismos labios carnosos y entreabiertos, los mismos ojos azules. Los mismos pechos perfectos, los mismos muslos turgentes. El mismo vientre sin grasa, las mismas curvas de guitarra española. Y el mismo conjunto de lencería, elegante y provocador. Era exactamente igual a la mujer de la foto. Imposible discernir cuál era cuál.

En la parte de arriba de la foto, con letras rosas brillantes le costó leer “KAREN RED DOLL”. Tuvo que hacerlo sílaba por sílaba, combinando en su mente las letras y buscando los sonidos que producirían… Aunque su pronunciación era irregular, su voz dulce despertaba ternura.

Esas fueron las primeras palabras que pronunciaba en su “vida”.

Quitó la tapa. La caja estaba vacía. Pero al fondo había un papel pegado. Lo arrancó y lo leyó:

“Philsex Company le agradecen su confianza al adquirir su muñeca Karen Red Doll.
La muñeca Karen Red Doll ha sido diseñada especialmente para Usted. Nuestros productos son elaborados con un polímero revolucionario especialmente tratado para conseguir un tacto sorprendentemente real. No sólo podrá disfrutar de los más placenteros momentos que pueda imaginar, sino que gracias a la alta calidad y gran durabilidad de nuestra muñeca su placer no tendrá fin.
Disfrútela.”

Antes de poder asimilar el texto, vio en el suelo un papel rosa que estaba doblado por la mitad. Se agachó para leerlo; resultó ser un albarán de entrega. “Karen RD: Modelo WB25” Había una firma muy elaborada y a su lado una cifra: 11.990 euros.

Soltó el albarán que cayó suavemente… Pero antes de que éste llegara a tocar el suelo su cabeza experimentó un extraño proceso; primero sintió una presión muy fuerte en los oídos, como si se hubiera sumergido a mucha profundidad, luego un brusco movimiento mental, como si su cerebro hubiera recibido una descarga eléctrica.

Tras unos pocos segundos la presión en los oídos cesó por completo y su cabeza quedó sumida en una tensa placidez.

Permaneció de pie, inmóvil, con los brazos inertes. Quiso preguntarse un montón de cosas, pero ya no pudo hacerlo: de nuevo la presión sobre los oídos y otra sacudida cerebral, aún más violenta… y todo quedó en silencio –se acababa de activar el microprocesador– . Ya no hubo tiempo para preguntarse nada más porque ya nada le importaba. Ni siquiera quién era Scarlett Johanson ni por qué se parecía a ella. Todo cuanto necesitaba saber era que se llamaba Karen, que era una muñeca hiperrealista y que a su dueño le había costado casi 12.000 euros.

Y por lo que vio en el espejo, sabía también que estaba tremendamente buena.

Abrió el armario y rebuscó entre la ropa. Todo lo que encontró dentro era de su talla. Eligió unos vaqueros azul oscuro y un jersey negro con un escote pronunciado. Sus movimientos eran cada vez menos torpes, pudo vestirse incluso con cierta agilidad y rapidez.

Del zapatero eligió unos zapatos negros brillantes, de tacón alto. Buscó por los cajones de la cómoda. Encontró unas gafas de sol ray-ban, unos pendientes de perlas, un colgante de cuero con un ancla de plata (quedó justo en el nacimiento de los pechos), y un Rolex de oro que no encajaba nada con el resto de la indumentaria, pero igualmente se lo puso. Dio una vuelta completa sobre sí misma y se miró de pies a cabeza: estaba realmente espectacular.

Aunque hubo una cosa que no le gustó. Su boca entreabierta le daba un toque provocativo pero nada estético. Se acercó al espejo para verse el rostro más detalladamente. Se empañó un poco por la respiración. Cerró la boca. Mejor así. Frunció los labios; succionó un poco y le salió un sonoro beso. Le pareció divertido. Se ajustó las gafas de sol en la cabeza y guiñó un ojo. Luego el otro. Levantó las cejas, después arrugó el ceño. Movió los ojos en las cuatro direcciones. Luego cada uno en una dirección distinta. Torció los labios y sacó la lengua lo más que pudo. Le resultó muy cómica su expresión y soltó una risita simpática… Un hilillo brillante se quedó resbalando hacia la barbilla. Como no supo sorberlo lo limpió con el dorso de la mano. Se quedó mirando aquel rastro transparente. Se la acercó a la nariz y aspiró. Olía raro. Después lo lamió para limpiarlo, extrañándose de que siguiera ahí. Repitió la operación varias veces, sin que pudiera secarlo: le pareció una cosa muy curiosa.

Pero algo hizo ruido fuera de la habitación y se puso muy seria de repente. Reparó en que aún no había parpadeado y lo hizo diez o doce veces seguidas antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta. Agarró el pomo y apoyó la oreja en la puerta… Oyó claramente unos pasos acercándose. Sintió golpecitos muy rápidos a la altura del pecho que se movía rítmicamente. ¿Sería ese su dueño? ¿Qué se supone que debía hacer? Instintivamente apretó la mano sobre el pomo para impedir que lo girase y entrase. Lo hizo con todas sus fuerzas…

Los pasos volvieron a oírse, alejándose. Después se oyó un portazo lejano.

Supo que había llegado el momento de salir de la habitación; ahora o nunca. Tomó una gran bocanada de aire y abrió la puerta lo más silenciosamente posible, pero con decisión. Cuando soltó el pomo no vio que había dejado cuatro pequeños bollos, casi imperceptibles, donde antes habían estado sus dedos.

Desde el quicio de la puerta miró a un lado y a otro: Era un pasillo largo cubierto por una alfombra mullida. No había mucha luz pero Karen lo veía todo con increíble detalle. En un extremo estaba la puerta de entrada a la casa, custodiada por una réplica de la Venus de Milo y otra del David de Miguel Angel. Al otro extremo, una puerta grande y acristalada parecía ser la cocina. Dentro sonaba un rumor sordo (quizá un exprimidor, quizá una cafetera) y se adivinaba una silueta humana grande…

En un principio no sabía qué hacer, pero cuando vio moverse la silueta sintió unas ganas horribles de salir de aquella casa; casi con toda seguridad aquel era su dueño, no sabía cómo sería él ni cómo debía ser su encuentro. Prefirió no saber nada ni juzgar nada, sólo supo que quería irse. Y rápido.

Sigilosa pero apresurada caminó hacia la puerta de entrada. Por suerte para ella, la alfombra amortiguaba el sonido de sus tacones.

Dejó atrás varias fotografías y cuadros impresionistas; luego pasó al lado de una puerta abierta que quedaba justo enfrente del dormitorio del que salió. A pesar de tener la sensación de no disponer de mucho tiempo, asomó la cabeza un momento. Otro dormitorio, algo más pequeño del que había salido, donde había una cama con alguien dentro. En un lateral la sábana desplazada dejaba descubierta una pierna de mujer, muy bonita, con la piel muy tersa y las uñas impecablemente pintadas de rojo que le daban un toque muy sensual…

–Esta debe ser la esposa de mi dueño. La mujer a la que he venido a sustituir –pensó. Y no le pareció ni bien ni mal, simplemente lo asimiló.

Antes de proseguir miró hacia la cocina y vio que la sombra seguía ahí, pero ya no se oía el ruidillo.

Llegó hasta la puerta y estaba cerrada. La manilla tenía un poco de juego pero no se movía, si la forzaba tal vez se quedaría con ella en la mano pero la puerta no se abriría. Probó a empujar con fuerza. Imposible, la puerta seguramente sería blindada o acorazada, incluso.

Giró sobre sí misma, sintiendo de nuevo los golpecitos en el pecho. Trataba de pensar qué hacer, pero a pesar de que ya no quedaba nada de su anterior aturdimiento su cabeza no acertaba a generar ninguna alternativa. Se quedó parada, en mitad de la puerta, y esperó a que algo sucediera.

Se acordó entonces de que hacía ya bastante rato que no parpadeaba, desde antes de salir al pasillo. Pero esta vez siguió sin hacerlo.

Y así se quedó, hasta que la puerta de la cocina se abrió. Un hombre corpulento de unos 40 años y aspecto deportista salió envuelto en un batín azul marino. Llevaba en las manos una bandeja con un desayuno recién preparado, humeante. Cuando vio a Karen se quedó parado. Abrió mucho los ojos y esbozó lo que pareció una sonrisa nerviosa.

–Veo que te has levantado. ¿Cómo te encuentras? Te iba a llevar el desayuno a la cama –y mientras lo decía no pudo evitar que le temblase la voz…

–Un desayuno para una muñeca… lo más adecuado –replicó Karen desde el extremo del pasillo.

–No tengas miedo, no voy a hacerte daño –contestó mientras caminaba hacia ella.

Karen parpadeó de nuevo, como 15 o 20 veces seguidas, rápido como el batir de alas de un colibrí. Y justo al acabar el último parpadeo salió corriendo a velocidad de vértigo en dirección al hombre. Pero al llegar a la altura del dormitorio de donde salió, hizo un giro imposible y entró en él.

El hombre se asomó a la puerta de la habitación y sólo le dio tiempo de ver como saltaba por la ventana, rompiendo el cristal.

–Ahora tendré que llamar de nuevo al cristalero –musitó el hombre. –Y ya van cuatro veces.
Con la bandeja del desayuno recién preparado entró en el dormitorio que estaba ocupado. Respiró hondo y forzó una sonrisa en su rostro.

–Cariño, te he preparado el desayuno. ¿Tienes hambre?

2.

Karen cayó al jardín de la casa; la hierba amortiguó la caída, aún así había cogido mucho impulso para saltar y al caer se le rompió el tacón de un zapato… Se los quitó muy rápido, saltó una valla metálica y siguió corriendo calle abajo.

Cuando consideró que estaba lejos de la casa se paró en seco. Tenía cristales diminutos en las mangas del jersey que se apresuró a sacudir. Algunos de ellos dejaron pequeños agujeros en la tela al quitarlos. Sentía una sensación desagradable; quemazón, picor, escozor… no hubiera sabido definirlo.

Miró a su alrededor y le gustó lo que vio; hacía un día espléndido. Pero la luz le molestaba –sus pupilas no se contrajeron– y buscó en su cabeza las gafas de sol que ya no tenía.

Estaba en un barrio residencial. Las casas eran chalets unifamiliares, todos nuevos y en un entorno limpio. Apenas había coches aparcados.

Respiró hondo y siguió andando calle abajo, hasta que encontró una tienda de complementos. Había unos zapatos muy parecidos a los que se le habían roto y parecían de su número.

Le dio un leve empujón a la puerta y antes de que se cerrara, ya había salido con los zapatos, además de unas gafas de sol y también un bolso. La dependienta no llegó a enterarse de nada, simplemente vio la puerta abrirse y cerrarse y pensó que había sido el viento o algún cliente indeciso.

Mientras seguía caminando calle abajo, se acordó de su dueño. Lo imaginó llamando por teléfono.

–¿Philsex? Póngame con atención al cliente por favor. Mi muñeca Karen RD modelo WB25 ha saltado por la ventana y corre que se las pela… ¿Eso es normal?

Su rostro dibujó una sonrisa al imaginarse la escena. Se detuvo en aquella sensación, un placentero cosquilleo mental. Pero sólo duró un momento, luego sintió algo extraño, contradictorio. Algo así como tristeza… y rabia. Tenía ganas de salir corriendo y no parar nunca más, o parar estampándose contra una pared. Pero a la vez, tenía ganas de parar al primero que se cruzase en su camino y acribillarle a preguntas. También tenía ganas de volver a la casa y darle un puñetazo a su dueño para demostrarle que no era de él. Porque eso sí que lo tenía claro: no era de nadie.

–¡No soy de nadie! –gritó. A la gente le llamó la atención el grito y el curioso comportamiento de Karen. La miraban muy atentos sin atreverse a decirle nada; una señora muy arreglada desde la otra acera, un joven recién levantado desde una ventana, un ciclista que pedaleaba calle abajo, una niña con su madre que en ese momento pasaba por su lado y un grupo de adolescentes que hacía rato la iban siguiendo, riéndose tontamente y comentando sus rápidos movimientos.

Cuando sintió esas miradas clavándose en su cuerpo desde todos los ángulos, echó a correr para huir de todas ellas. Superó al ciclista sin ninguna dificultad y siguió corriendo y esquivando a la gente que no dejaba de mirarla en su carrera, mientras dejaba atrás chalets, papeleras, farolas, calles y aceras. Cuando ya no había casas ni nadie que la pudiera mirar o juzgar sintió un gran cansancio; las piernas le pesaban, la frente le ardía, algo le pinchaba en el estómago y su pecho parecía que iba a estallar.

Karen trataba de interpretar todas esas nuevas sensaciones con un gesto de sorpresa apoyada en un árbol enorme que daba una gran sombra, esperando a que todo volviera a la normalidad. Y así esperó unos minutos hasta que de detrás del árbol apareció una mujer casi tan guapa como ella, con una vestimenta un tanto atrevida –vulgar, incluso– y se la quedó mirando de pies a cabeza. Arrugó el ceño, desconfiada.

–¡Quién coño eres y qué estás haciendo aquí!–, le gritó enfurecida, gesticulando aparatosamente.

–¡Esta zona es mía, así que ya te estás largando zorra!– Escupió muy cerca de sus pies. Estática y desafiante, con su cuerpo en total tensión, quedó con la barbilla apuntando hacia Karen, esperando haber sido lo suficientemente contundente como para que se fuera sin tener que llegar a las manos.

Karen, que ya se había recuperado del cansancio se giró hacia ella. Cerró la boca (a veces la seguía abriendo un poco sin darse cuenta) y se acercó a la mujer despacio, sopesando todas las alternativas posibles. Sus caras quedaron a escasos centímetros…

Karen sonrió maliciosamente y sus pupilas se dilataron del todo. Con los ojos negros como el azabache, parecía una loba tramando algo muy oscuro. Así estuvo unos instantes.

–Tienes que irte, si Rufo te ve por aquí se enfadará, y si él se enfada… me pegará –su fachada se descompuso en un momento–… y si me quitas clientes ya no le saldré rentable y se deshará de mi.

Sus ojos se empañaron. Se alejó un paso de Karen que relajó por completo la tensión de su cuerpo.

–Es un hijo de puta, pero gracias a él puedo comer y dormir caliente. Además, conoce a mucha gente y… y… después de todo me quiere.

La mujer parecía asustada ahora. Sacó un pañuelo de su bolso y se secó los ojos cuidando de no arruinar el rimmel.

–Me llamo Silvia, y te ruego que te vayas a otro sitio. Eres muy guapa, no te faltarán clientes allá donde vayas. Pero déjame este sitio a mí. Por favor.

Y Silvia le tendió su mano, nerviosa.

Karen borró su semblante extraño y arqueó un poco sus cejas, en lo que parecía un gesto de lástima. Mirando la mano extendida de Silvia se arrancó un trozo de la manga de su jersey negro, le limpió una lágrima que aún seguía en su mejilla y se lo entregó, poniéndolo en su mano.

–Yo soy Karen y no quiero perjudicarte, he llegado aquí de casualidad y cuando tenga claro adónde puedo ir me iré sin molestarte más…

Aunque sus palabras tenían una cadencia lineal muy marcada, pronunció la frase sin apenas pensarla.

–No eres de por aquí ¿no? –preguntó Silvia mientras guardaba el trozo de tela.

–No estoy segura –contestó Karen tras dudar unos instantes. Se quedó mirando al infinito, inevitablemente inexpresiva.

Silvia se vio a sí misma reflejada en Karen. Era la misma incertidumbre que experimentó años atrás, cuando, fracaso tras fracaso, tuvo que tomar la decisión más importante y triste de su vida. Aquellos recuerdos le seguían haciendo mucho daño.

–¿Tienes adónde ir? –preguntó Silvia conmovida.

Karen no supo qué contestar y Silvia volvió a llorar, pero esta vez vertió sus lágrimas hacia adentro.

El sol estaba en lo más alto del cielo y hacía un calor incómodo. En el aire había también una calma incómoda; la carretera estaba inusualmente vacía y el viento no mecía las hojas de los árboles ni borraba las huellas del camino.

En un extremo de la ciudad, donde las aceras acaban, Karen sintió que su historia, su verdadera historia, empezaba allí mismo.

Rufo se despertó muy tarde, con resaca, como la gran mayoría de las mañanas. Sudoroso, se levantó trabajosamente. Se frotó los ojos y retiró el cartón de la ventana que a modo de persiana le resguardaba de la luz. A través del sucio cristal buscó a Silvia –su protegida, como él la llamaba –para comprobar que estaba cumpliendo con su obligación. Todo estaba en orden, excepto la mujer que estaba con ella. Se sorprendió porque ya le había dicho mil veces a Silvia qué hacer en esos casos.

–Esta estúpida nunca aprenderá. Seguro que no le ha escupido a los zapatos. Eso nunca falla –murmuró mientras se encendía un cigarro.

Decidió bajar para ver quién esa mujer y qué hacía trabajando en su propiedad. Se vistió con la misma ropa del día anterior, apagó el cigarro en la pared y salió de su habitación algo emocionado en el fondo, por la novedad. Tal vez pudiera convencerla de que trabajar con él. Sí, eso haría, era la mejor opción para ella. Eso supondría duplicar ingresos para empezar… y otro par de piernas entre las que poder correrse para terminar. Bastaría un poco de labia durante unos días, y unos buenos bofetones durante unas noches. No era tan difícil, llevaba varios años haciéndolo así y le funcionaba bastante bien. En el fondo les estaba haciendo un gran favor a esas pobres putas.

Rufo salió decidido de su casa y recorrió los pocos metros que lo separaban de las dos mujeres.

–¡Silvia! –gruñó.

Silvia se volvió sobresaltada, no lo había oído llegar. Karen, lo miró extrañada y lo examinó en una fracción de segundo. Por primera vez sintió algo diferente a todo lo que antes había experimentado. Asco, recelo, cautela, peligro…

–¿Cómo estás Rufo? ¿Has dormido bien? –susurró Silvia nerviosa mientras revolvía en su bolso, sacando unos pocos billetes. Se los tendió a Rufo.

–¿No me presentas a tu amiga? –preguntó sonriente, enseñando su dentadura repulsiva mientras miraba a Karen como un depredador miraría una posible presa. Silvia se interpuso entre los dos.

–Mi amiga ya se iba; todo ha sido un malentendido –explicó Silvia temerosa mientras le guiñaba un ojo a Karen.

Rufo empujó a Silvia violentamente, tirándola al suelo.

–¡Jamás vuelvas a replicarme, si te digo que me presentes a tu amiga me la presentas y punto! ¿Entendido? –ladró Rufo, escupiendo un poco de saliva en cada sílaba.

Silvia se puso de pie, acobardaba y sin saber qué hacer. Rufo se giró hacia Karen, que dio un paso atrás.

–Tendrás que disculpar mi mal genio, esta mentecata a veces me saca de mis casillas –dijo mientras se acercaba a Karen.

–Pero se nota que tú no eres como ella, tienes mucha clase… ¿Te gustaría trabajar para mí? Si lo haces no te faltará de nada. Serás mi protegida y te trataré como una reina –empleó una voz más dulce, que daba más miedo que otra cosa, mientras le acariciaba una mejilla.

Karen apartó la mano de Rufo bruscamente, con un golpe.

–No vuelvas a tocarme –amenazó Karen con su gesto más serio.

–Tendré que enseñarte buenos modos –respondió con una sonrisa malévola mientras agarraba el antebrazo de Karen, forzándolo hacia abajo para hacer que su cuerpo se inclinara hacia adelante.

Rufo se sorprendió al comprobar que Karen no se movió ni un milímetro. Hizo más fuerza sobre el antebrazo, que siguió sin ceder… Extrañado, empleó toda su fuerza en tratar de someter a Karen. Fue entonces cuando se percató de la mirada tan extraña de aquella mujer.

–¡Suéltala! –le suplicó Silvia, mientras agarraba el brazo libre de Rufo y tiraba de él con todas sus fuerzas.

Tan empecinado estaba en doblegar a Karen que no vio cómo su puño libre se lanzaba a toda velocidad contra su cara.

Tras el golpe, Rufo se desplomó sobre la tierra, levantando algo de polvo en su caída. Con el pómulo hundido y la mirada perdida trató de incorporarse. Silvia, asustada, no sabía si quedarse o irse corriendo, si ayudarle a levantarse o no. Y tal vez Rufo hubiera podido levantarse si no fuera porque Karen le dio una patada en pleno rostro, esta vez con todas sus fuerzas.

Salió despedido a varios metros.

Como una marioneta a la que se le cortan las cuerdas, Rufo quedó tirado, inmóvil, con el cuello imposiblemente doblado hacia atrás, sangrando profusamente por la nariz y por la boca.
Silvia gritó aterrada, sin poder creer lo que había ocurrido. Se arrodilló junto al cuerpo de Rufo sin atreverse a tocarle…

Karen se fijó en su pie desnudo; su zapato había salido volando y no sabía dónde había ido a parar… Se quitó el otro y lo arrojó enfadada, a varias decenas de metros.

–¡Pero qué has hecho! –Silvia gimoteó arrodillada mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos.

Tras una larga espiración, Rufo dejó de sangrar. Estaba muerto.

3.

–Arriba dormilona. Tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesa… y un zumito de naranja. Todo un clásico, recién preparado.
El hombre dejó la bandeja con el desayuno encima de una cómoda y subió un poco la persiana, pero la mujer –que seguía teniendo la pierna destapada no se despertó ni se movió. Volvió a bajar la persiana sin hacer ruido y se fue al salón, donde sentado en un gran sofá, llamó por el móvil a su amigo psiquiatra.

4.

–¡Tenemos que irnos de aquí! –Silvia sollozó mientras observaba a Rufo, sin poder creer lo ocurrido.
Los ojos vacíos de Karen rebosaban odio, una luz rojiza parecía iluminarlos. Pero se sentía satisfecha, como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Aquel idiota se lo merecía, se repetía una y otra vez.

Karen decidió volver por donde había venido, mientras Silvia la seguía, nerviosa y a trompicones, sin dejar de mirar atrás y pensando qué hacer y a dónde ir ahora.

–Vente conmigo –Karen hablaba sin dejar de andar–, vivo en una casa muy grande y seguro que encuentro un sitio para ti, podrás quedarte el tiempo que necesites –la cadencia de sus palabras seguía siendo algo maquinal, pero iban cobrando un matiz más cálido–, ahora somos amigas, sabes, hay un jardín enorme, te encantará, seguro que…

Karen sintió algo muy extraño en la cabeza, como un pinchazo y una presión que la hizo detenerse de repente. Pequeños destellos flotaban alrededor de ella, y la sensación era que el suelo se inclinaba.
El segundo golpe de Silvia con la piedra hizo que cayese de rodillas. El tercero, la hizo desplomarse al suelo.

–¡No tienes ni idea! –Silvia gritaba furiosa–, ¡te has cargado al único tío que se preocupaba por mí! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Vete a tu puta casa con jardín y desaparece de mi vida!

Pero la que desapareció fue ella. Karen, tendida en el suelo la vio marchar sin poder moverse mientras parpadeaba varias veces por segundo. Los destellos que flotaban se fueron apagando y una nube oscura sustituyó ese escenario girado 90 grados. Fue lo último que percibió, antes de dejar de respirar y de parpadear.

5.

–¿Cómo está?
–Cada día peor. Ha saltado por la ventana y se ha ido corriendo calle abajo a toda velocidad. Sigue siendo toda una campeona, como cuando ganó la medalla de oro en las olimpiadas.
–¿Tú crees que sospecha algo?
–Para nada. Se cree que es una muñeca. Fue buena idea hacerla despertar junto a la caja vestida como la foto.
–¿Tienes preparada la última dosis?
–Sí, la tengo lista. Cuando vuelva se la daré.
–Asegúrate de que la tome. Según mis cálculos, con esta terminará de enloquecer y la ingresarán. Yo me encargaré de que nunca salga, como psiquiatra jefe, me será fácil seguir suministrándole la dosis de psicóticos. Por cierto, ¿qué hay de lo mío?
–Lo primero que haré con su fortuna será darte tu parte, tranquilo.

6.

El hombre colgó el teléfono satisfecho y entró de nuevo en la habitación de su “hija” con una erección notable bajo el batín.
La bandeja con el desayuno estaba intacta, en el mismo sitio donde la había dejado. Lógicamente. Las muñecas, por caras y realistas que sean, no desayunan.

New York, New York

Despierto, confuso.
La luz se cuela entre las lamas de la persiana y me molesta. Hoy, no sé por qué, puedo ver a través de mis párpados cerrados.
La voz de mi conciencia me da los buenos días y se pone a cantar una de Sinatra. New York, New York, concretamente. No lo hace mal, además. Pero me desconcierta. Normalmente la voz de mi conciencia se limita a decirme (más bien a repetirme) las cosas que hago mal. Y las que hago medio-mal también. Además nunca, nunca jamás me da los buenos días y no estoy acostumbrado a su saludo ni a que, en un alarde de auto afirmación, incluso egocentrismo, cambie su rutina y se ponga a emular a «La Voz».
Desde que he despertado, veo también dos manos saliendo de la pared. Una a cada lado del cabecero de la cama. Las dos son masculinas, una de hombre mayor, con manchitas, y la otra jóven, muy cuidada, grande y fuerte.
No es la primera vez que las veo, la diferencia es que normalmente ambas manos me hacían una bonita peineta cada una, pero hoy se han puesto a chasquear los dedos, a ritmo de la canción. Cuando llega el estribillo, hacen un trémolo curioso. Algo así como chas-chas, chaca-chaca-chás. Admirable. Buen swim tienen mis nuevas amigas.
La canción se acaba y me dan ganas de aplaudir, pero ante mi desconcierto no lo hago y me limito a pronunciar un tímido «hola» con cierto matiz de interrogación, como queriendo preguntar en realidad, qué leches está pasando.
Ya sé que es raro que un par de manos (de diferentes personas además) oigan, pero deben haberlo hecho, porque acto seguido se ponen a saludar efusivamente. Me pregunto si saludan o si en realidad se despiden.
Me incorporo. Realizo ese ejercicio mental que a todos nos ha tocado hacer más de una vez, para determinar si estamos soñando o no. Tras el auto chequeo de mis sentidos y sus sensaciones determino que estoy despierto y bien despierto.
Quizá estoy imaginando demasiado fuerte.
O estoy escuchando demasiado hondo.
O mirando demasiado lejos.
O a lo mejor, enloqueciendo demasiado pronto.
O todo ello a la vez.
Y mientras, sigo reparando en que, la luz me molesta cada vez más aunque cierre los ojos.

–No seas mentirosa, tú no puedes ver a través de los párpados cerrados –me dice.

Bueno, esto ya me resulta más familiar. Incluso, me tranquilizo un poco. La voz de mi conciencia vuelve a criticarme, como siempre. Me quedó pensativo.

–¿Mentirosa? ¿Por qué me has cambiado el género? –Le pregunto inquieto. –Y… ¿como sabes lo que yo veo o dejo de ver? –inquiero mientras sigo abriendo y cerrando los ojos para comprobar que, haga lo que haga con ellos, soy incapaz de dejar de ver la habitación, ni las manos, que continúan saludándome – despidiéndose, aunque ya sin tanta energía, pues lleva un cuarto de hora moviéndose frenéticas.

–Yo lo sé todo chavala –me grita, altanera y prepotente, mi estúpida conciencia.

Y entonces se pone a cantar «Yo soy aquel» de Raphael. Desde luego, la voz de conciencia en cuestión musical está a la última moda. Las manos vuelven a chasquear… Eligen un tempo compuesto, un seis por ocho. Y creo que se han equivocado. Qué decepción, a esta canción no le pega nada ese ritmo.

–¡Se dice flow, antigua, que eres una antigua! –Protesta mi conciencia. Qué maja. Y así todo el día, oye.

A mitad del segundo estribillo ya me dan ganas de taparme los oídos… pero para qué. A estas alturas ¿alguien duda de que hiciera lo que hiciera, seguiría oyendo la dichosa voz y los dichosos chasquidos?
Me quito el pijama y lo cuelgo en mi “nuevo perchero”. Ante todo, uno tiene que ser práctico. Elijo la mano joven que queda completamente cubierta. Mejor así. Una cosa menos de la que preocuparse. Ya me estaba poniendo nervioso tanto soniquete.
Pero no le ha gustado. La mano se revuelve y tira el pijama al suelo. Al rincón. Para que se le llene de pelusas. Hija de puta. Motherfucker, quiero decir, pues desde que he despertado pienso en inglés.
Recojo el pijama del suelo y miro a la mano con gesto desafiante.
Anda, mira, qué peineta tan perfecta me hace. Oye, de libro. Si tuviera el móvil a mano le hacía una foto para ponerla de perfil en Facebook.
Empiezo a estar verdaderamente cansado y aburrido de este asunto. Y no sé si lo he pensado o también lo he dicho.

–¿Por qué sigues hablando en masculino? –Me pregunta mi voz, con su toque prepotente. –Y por qué piensas en inglés? –prosigue, impertinente.

En realidad, no sé si ha sido la voz o la mano la que lo ha preguntado. Pero ya me da igual.

–¡Iros a la mierda los dos! –les grito. –¡Que me tenéis hasta los cojones, coño!… ¡O hasta el coño, cojones!…

Tiro el pijama sobre la mano y salgo de la habitación enfadado. O enfadada. Ya ni lo sé. Que me estáis liando. ¡Joder! ¡Shit!
Qué pesados, por favor…
Decido darme una duchita. A ver si el agua limpiando mi cuerpo se lleva también tanta tontería.
Por inercia enciendo la luz del baño… aunque no hubiera hecho falta, pues sigo viendo perfectamente a pesar de estar oscuro.
Me veo entonces reflejado en el espejo. Sorprendentemente, tengo un bonito cuerpo de mujer… Bueno, bonito no… perfecto. No es que esté buena, no… soy la mujer 10. La mujer 10 en bragas. Yo creo que me doy un aire a Scarlett Johansson. Lo raro es que si me miro directamente, sigo siendo el mismo de siempre. Un hombre más bien normalito.
Así que prefiero mirar al espejo.
Me dan ganas de meterme mano allí mismo.
Y de hecho, no lo hago porque justo en ese momento, suena el timbre de la puerta. Sé que es el timbre porque en lugar del típico ding dong, suenan las maracas de Machín. Lo más normal del mundo.
Llaman una segunda vez.
Ahora suena el himno de Eurovisión. Voy corriendo antes de que llamen una tercera vez y suene la sintonía de “Verano azul”. Eso sí que no, por favor. Un poco de piedad, que aún no he desayunado.
Pero antes, corro a la habitación a por el pijama. Trato de cogerlo, pero la mano-perchero no lo suelta.
Forcejeo y tiro del pijama con todas mis fuerzas, pero lo tiene muy bien agarrado, la hija de puta. Son of a bitch, quiero decir, que sigo pensando en perfecto inglés.
Se me ocurre abrir el armario y buscar algo con lo que taparme.
Pero… sinceramente… no me atrevo. Prefiero abrir la puerta de entrada en bragas antes que abrir el armario y por ejemplo, me muerda la ropa que hay dentro.
Corro hacia la entrada, pero antes paso por el baño y me miro al espejo una vez más… estoy buenísima de la muerte. I’m so pretty… quiero decir.
Y sigo corriendo hacia la entrada, toda pizpireta, con mis braguitas rosas. Qué monas son, con ese lacito rojo tan bonito.
Mientras voy llegando compruebo cómo la oscuridad sigue huyendo de mí. La veo atravesarme como si nada y alejarse por el largo pasillo, en dirección al dormitorio, de donde salió.
Ahora lo comprendo todo:
No es que pudiera ver a través de mis párpados cerrados (que tampoco sería tan raro, ¿a quién no le ha pasado alguna vez?) lo que ha ocurrido es que al despertar, la oscuridad ha huido de la habitación (o de mí) y se ha ido hacia la puerta de entrada. Igual que el humo de un cigarrillo se va hacia siempre va a la cara del que no fuma.
Al girarme, me percato de la gran medusa que flota frente a la puerta. Con una sonrisa de oreja a oreja. Tienen orejas las medusas? Pues no lo sé… al menos esta si.
Debo de estar bajo el agua. Eso explicaría el por qué hace ya rato que tengo la angustiosa sensación de que me estoy ahogando… ¿Cuánto tiempo llevo sin respirar? No lo sé, pero de momento es soportable. Cuando me vuelva azul, entonces ya veremos.
Ah sí… la puerta. Se me había olvidado. Esquivo la medusa, giro la manilla y abro muy despacio.
Vete tú a saber lo que me encontraré al otro lado.
He aquí:
Chris Hemsworth vestido de enfermero, todo sonriente.

–Come in, come in –me invita a pasar sin dejar de sonreír.

Boquiabierto y ojiplático, cruzo la puerta y entro a lo que parece la recepción de una consulta médica privada.
Sostiene otra bata para mí, de color verde, y me la ofrece. La mía es mucho más fea, de enfermo de hospital, anudada por detrás, humillante, diría yo,
Prefiero la suya, la verdad, parece hecha a medida para resaltar su cuerpazo. Qué guapo está, con su pelo rubio, sus ojos azules y su 1,81. Sólo le falta el martillo de Thor, al canalla, pero no podría sujetarlo, veo que le falta su mano derecha. Aunque su muñón es perfecto y redondo y no lo cruza ninguna cicatriz. Me dan ganas de pedirle un autógrafo. O un selfie. O dos besos… o lo que sea!… Pero no puedo, pues, aunque pienso en un perfecto inglés, soy incapaz de hablarlo. Ya es mala suerte; no creo que vuelva a verme en una situación como esa.
Me pongo la bata verde mientras Chris Hemsworth me mira de reojo, con cierto deseo, diría yo. Quizá es que le han gustado mis braguitas rosas. A quien no…
Con su mano buena (la otra hace rato que la metió en el bolsillo de la bata) me señala una puerta.
Y se esconde detrás del mostrador, desde donde, sin perder esa sonrisa, me sigue señalando la puerta con su mano buena.
Si Chris Hemsworth me pide que cruce la puerta, yo la cruzo. De igual manera que si me pidiera sonriendo que hiciese el pino-puente o abriese la ventana y saltase por ella, lo haría sin dudarlo.
Así que, anudando mi humillante bata (y notando la mirada de Chris Hemsworth en mi culo) cruzo la puerta para ver qué es lo que ocurre ahora.

Aparezco en una habitación grande y vetusta. Todo se ve en blanco y negro y con un ligero matiz sepia como una fotografía antigua, excepto yo, que tengo el color de un negativo de fotografía, también antigua, para no desentonar. La habitación tiene un ventanal enorme por la que se ve una ciudad, también antigua.
En la pared, a una estantería pesada e inmensa ya no le caben más libros, y delante de ella, hay una mesa también clásica y pesada, llena de papeles con anotaciones hechas a mano, de una caligrafía interesante.
Unas cuantas estanterías y vitrinas con objetos de lo más variado adornan las demás paredes y rincones. Parece la consulta de un médico de principios de siglo.
No le falta ni el esqueleto típico, a tamaño real, que a decir verdad, me da muy mal rollo, porque da la sensación de que está pendiente de mis movimientos y además, desde que he entrado no hace más que guiñarme el ojo. Y esa sonrisa llena de dientes, y ese pose altivo con la cabeza que casi le apunta al techo…
Hay un diván clásico y típico enfrente de la mesa.
Juraría que el esqueleto, sin pronunciar una palabra ni hacer un solo gesto, me invita a sentarme.
Mis pasos desnudos tan apenas se oyen en el suelo de madera oscura.
Me recuesto en el diván sin apartar la mirada del esqueleto, al que advierto, como no, que le falta la mano derecha.
Me relajo en el diván y espero a que algo ocurra…
Llaman a la puerta que se abre despacio.
Entra Sigmund Freud, fumando un puro enorme y echando bocanadas de humo que se queda orbitando alrededor de su cabeza. La brasa anaranjada del puro es el único color en la habitación que sigue viéndose en blanco y negro.
Lo veo relativamente bien… considerando que lleva casi 80 años muerto. Yo creo que aún no se le ha manifestado el cáncer de paladar que lo mataría a los 83 años.
Saluda con voz animada y decidida y nos estrechamos la mano al tiempo que se presenta.
Se sienta en la mesa. Saca una libreta y apaga el puro.
El humo se queda alrededor de su cabeza. Ya debería haberse difuminado. En cambio, se ha quedado formando un disco. Igual que los anillos de Saturno. Con la sonda Cassinni y todo, orbitando alrededor.
Entonces se pone muy serio y me pide que se lo cuente todo.

–¿Todo? –repito lentamente, separando un poco las sílabas. Quiero que sepa que como empiece a contar, va a flipar en colores.

–Todo –sentencia, mientras pienso que con la cantidad de cosas que habrá escuchado este hombre a lo largo de su vida estará inmunizado contra todo. Bueno, contra el reguetón seguro que no. Como le cante algo de lo que suena últimamente por aquí entonces sí que va a flipar, me echa de la consulta seguro. Pero no quiero que se avergüence de los futuros giros ni vuelcos que dará de la humanidad, así que empiezo a contarle con todo detalle lo que me ha ocurrido desde que he despertado.

Estoy como tres cuartos de hora contándole, sin parar. Cuando termino, tengo la boca seca. Qué bien me he quedado, oye.
Y un silencio que considero demasiado largo se apodera de la consulta. Decido esperar un poco más a ver si arranca.

–Qué opina, doctor –pregunto impaciente.

Pero nadie responde.
Me levanto del diván despacio y extrañado –o extrañada, ya ni lo sé–. Veo que la habitación ha recuperado el color, que no hay nadie sentado detrás de la mesa y que la cabeza del esqueleto apunta hacia abajo y parece muy triste con sus cuencas oscuras y vacías.
Salgo por la puerta de la consulta y Chris Hemsworth, tras el mostrador me extiende una factura por un importe de 50.000 euros. Creo que es un poco caro, pero pago sin rechistar con mi American Express mientras me despido babeando con alguna frase en perfecto Spanglish. Ni un selfie con él ni nada. No me atreví ni a pedirle el recibo. Soy una idiota.
Abro la puerta de mi casa y vuelvo a mi habitación.
La medusa que antes había en el pasillo ahora es un perro que duerme tranquilo y no parece haberse enterado de todo el jaleo.
La sensación de estar debajo del agua ahora es justo a la que precede al despertar.
Me meto en la cama. Las manos del cabecero son lamparitas normales y corrientes. Antes de abandonarme al sueño las apago. Todo se queda en silencio y en perfecta oscuridad.

Despierto muy confuso, rodeado de destellos blancos. Están por todos lados y giran alrededor de mi cabeza. O tal vez soy yo la que gira. O la habitación. No lo sé. Quiero hablar pero no puedo y me duele todo el cuerpo. Oigo una máquina a mi lado que hace sonar unos pitidos al compás de mis latidos.
Aún tardaré un rato en eliminar la anestesia.
Un médico que se da un aire a Sigmund Freud –acompañado de un enfermero que se parece un poco a Chris Hemsworth– me dice que la operación de cambio de sexo ha sido todo un éxito. Me lo dice en castellano aunque la clínica está en Nueva York –elegí la mejor del mundo y me ha costado un dineral–. Pero estoy convencido de que el resultado merecerá la pena.
Les doy las gracias y me quedo sonriendo.

–Lo primero que haré cuando me quitéis todos los puntos, será ponerme unas braguitas rosas –les digo.

–¿Con lacito? –preguntan a la par.

–Por supuesto –les digo satisfecha.

La primera flor del almendro

Nací antes de tiempo, tenía prisa por salir. Otras flores me siguieron pero yo fui la primera en llegar a estos días inusualmente cálidos.
Justo enfrente de tu ventana, mi solitaria rama cabecea con el viento y durante unas pocas mañanas he contemplado tu mirada lanzada al infinito y el vuelo de tu pelo al aire fresco del Norte.
Vivo mecida y colgante, contando las horas del tiempo que me queda, porque esta noche el frío del invierno volverá y congelará mis hojas pequeñas. Cuando mañana abras de nuevo tu ventana el rocío brillando sobre mí será lo único que pueda dedicarte… Y mi vida fugaz en un fragmento de primavera.

Para Ana

La casa del terror

—Sé bienvenido a la casa del terror… Puedes seguirme. Eso sí, si lo haces no habrá vuelta atrás—. Eso dijo el nota, disfrazado y maquillado como Igor, con voz impuesta y pomposa, justo antes de desaparecer por la gran puerta de madera de aquel casoplón que parecía a punto de empezar a caerse a pedazos.
Me adentré despacio, tranquilo, tras él.
La entrada daba al hall principal que estaba en ligera penumbra, pero se podía ver medianamente bien.
Igor se metió sin mediar palabra por una de las varias puertas que había en el hall. Le seguí. Daba a un pasillo muy largo y oscuro, con varias ventanas de las que salía luz y una puerta cerrada al fondo. No vi a Igor por ninguna parte.
—A ver qué pasa ahora—, pensé. Supongo que lo de siempre. Más de lo mismo. A ver monstruitos.

La primera ventana daba al exterior. Fuera, Frankenstein cargaba un fardo enorme, con ramas caídas de los árboles. Las dejó en el suelo y Leatherface, de “La matanza de Texas” con su motosierra las cortaba en trozos pequeños, ayudado por Jason Vorhees de ”Viernes 13” y su gran machete. Así estuvieron un rato, sin hacer nada más.

Yo flipé.

En la siguiente ventana, Freddy Kruegger de “Pesadilla en Elm Street” cortaba vegetales con su guante de cuchillos que después iba añadiendo a un caldero que hervía al fuego mientras canturreaba con su voz ronca una melodía pegadiza. Me miró y me guiñó un ojo.

Seguí flipando. En colores.

En la tercera ventana, la niña del exorcista estaba en la cama, con pinta de tener un gripazo terrible. Drácula, sentado en una pequeña silla a su lado dejó en la mesilla un libro de cuentos infantiles y empezó a darle cucharadas de un plato de caldo humeante.

Te cagas, pensé.

Y en la siguiente, la muerta de la curva tomaba y acariciaba la mano de una anciana con la mirada perdida. “No te preocupes por nada, yo estoy contigo”, le decía suavemente sin dejar de mirarla con dulzura.

—Esto es el colmo—, me dije. ¡Que me devuelvan el dinero!

Seguí andando por el largo pasillo. Muy enfadado. —¡Menuda mierda de casa del terror. En cuanto pille al encargado de esto le voy a montar un buen pollo. Estafadores!—, grité.

Pero aún quedaban unas pocas ventanas por las que había que pasar, antes de poder salir de allí.

La siguiente ventana daba de nuevo al exterior. Al mar. No entendía nada. Estaba a cientos de kilómetros de la costa, pero era el mar de verdad.
A lo lejos, divisé una patera inmensa, llena de inmigrantes, sobrecargada. Por sus caras, debían de llevar días navegando. El mar estaba embravecido y una ola hizo volcar a la patera. Las olas que después la azotaron la hicieron pedazos. La gente gritaba en mitad del océano. En unos minutos, unos se ahogaron y otros, agarrados a los trozos que aún flotaban, quedaron a merced de las olas que no dejaban de barrer el mar.
Un poco más lejos, un trasatlántico lleno de turistas pasaba de largo, como si no hubiese ocurrido nada. Muchos de ellos hacían fotos desde la cubierta. Algunos, incluso se hacían selfies con la tragedia de fondo.

Seguí caminando por el pasillo, desconcertado.

La siguiente ventana daba a una selva impresionante. No sé cuál sería, la Amazónica tal vez, o la del Congo. A la vez que por un lado unos hombres talaban árboles, otros construían carreteras, y otros, al volante de máquinas pesadas penetraban en la selva destruyendo todo a su paso. Miles de animales huían despavoridos… —¿Dónde irán ahora?—, me pregunté apenado.

La última ventana daba a una habitación con una pantalla inmensa en la pared. 4K, Ultra-High-Definition, ponía en un cartelito. Un niño sentado en el suelo la miraba absorto. En la pantalla las imágenes cambiaban cada pocos segundos: Un asesinato, una violación, un torturador y su torturado ensangrentado, un avión bombardeando una ciudad, cientos de peces muertos tras una marea negra, un linchamiento, una ejecución, un cazador, un incendio provocado, la lluvia ácida tras una explosión nuclear, unos niños cubiertos de polvo extrayendo minerales de una mina, otros niños muriéndose de hambre… Todo ello sin pausa y en bucle.
El niño giró su cabeza y me miró riéndose. Me disparó con una pistola imaginaria. —¡Pum! estás muerto—, me gritó sin dejar de reír.
Mi pecho empezó a mancharse con algo caliente, muy parecido a la sangre. Parecía de verdad. Puse mi mano en la herida imaginaria y en la mancha que cada vez era más grande y me eché a llorar.

Una puerta al final del pasillo se abrió y el resplandor del día lo iluminó todo. Salí corriendo de allí y no paré hasta caer exhausto. No fui capaz de mirar hacia atrás.

Todavía tengo pesadillas.

12 campanadas y un grito

Nada más fácil –dijo la pitonisa– simplemente tienes que ponerte a medianoche delante de un espejo con los ojos cerrados, tú sola y a la luz de una vela. Justo después de que suene la última campanada –y entonces se puso muy seria– abre los ojos y verás en el espejo al hombre con el que te casarás, a tu lado.

Decidió hacerlo esa misma noche.
No tenía miedo pero estaba muy nerviosa por la emoción. Comenzaron a sonar las campanadas y ella empezó a preguntarse; ¿será guapo? ¿será apuesto? ¿tendrá elegancia y don de gentes? ¿será bueno? ¿me tratará como a una reina? ¿tendrá los brazos fuertes y las manos grandes? ¿tendrá los ojos claros o el pelo oscuro?
Las campanadas dejaron de sonar.
Ella abrió los ojos muy despacio…

Gritó con todas sus fuerzas, absolutamente aterrada.

En el espejo sólo estaba ella. Nadie más.
La posibilidad de no casarse y tener que estar sola el resto de su vida le pareció espeluznante.

Agradecimientos:
Marisa y Bea

El espectáculo debe continuar

A causa de los imparables contagios, el estado de alarma se prolongó primero dos semanas, luego 6 meses y después 20 años.
Aún recuerda la noche del estreno, sus compañeros de función huyeron como ratas por la cuarentena pero él decidió quedarse y actuar. “El espectáculo debe continuar”, sigue repitiéndose cada noche, justo antes de salir y darlo todo frente a su público imaginario.

Donde todo comenzó

1

Ya en la orilla y después de varios días de terrible travesía, Nabila, exhausta y con su hijo en brazos saltó de la barcaza clavando las rodillas en la arena. Antes de desplomarse y cerrar sus ojos para siempre pudo ver cómo Hakim abría los suyos.

20 años después Hakim sigue paseando cada día por la playa donde todo comenzó. Tras las olas rompientes aún le parece distinguir la voz dulce de su madre. Y piensa que en la espuma blanca bañada por el sol, su alma continúa visitándole.

2

EN DEUDA CON EL MAR

La vida de Hakim siempre estuvo ligada al mar. Vivía por él, se alimentaba de él, se sentía en deuda con él. Incansable, podía nadar, bucear o surfear durante horas. Es quien mejor me entiende, solía decir.

Un día, con su tabla de surf debajo del brazo, lanzó su mirada más allá del horizonte y decidió saldar su deuda con el mar. Moriré acariciándolo, le dijo a una anciana en la playa a modo de despedida. Y se adentró en sus aguas con la sensación de que éstas se abrían a su paso.

De color negro

–Me pareció ver un lindo gatito. Un gatito negro.
–No es un gatito. Es una leona.
–¿Una leona de color negro?
–Sí. De color negro.
–No existen leonas de color negro.
–Sí que existen. En mi cabeza.
–Pues sal corriendo.
–No puedo, estamos encerradas ella y yo.
–¿Y esa ventana?
–Sólo está dibujada en la pared.
–Pues busca algo a lo que subirte. Un árbol, por ejemplo. Encuentra un árbol y trepa por él. La leona no podrá subir.
–Cuando lo hago la leona se convierte en leopardo. O en jaguar. Son muy buenos trepadores.
–¿También negros?
–Sí. También negros.
–Pues ahuyéntala. Haz fuego y ahuyenta a la leona.
–Entonces se convierte en oso polar. Todo se cubre de hielo, es imposible hacer fuego.
–Espera. ¿Un oso polar de color negro?
–Sí. De color negro.
–No existen osos polares de color negro.
–En mi cabeza sí. Mira. ¿No lo ves?
–Anda, es verdad.
–Está manchado de sangre.
–Sí, es mi sangre.
–¿Te ha mordido?
–No. Aunque me enseña los dientes nunca me muerde. Yo le ofrezco mi cuello pero no lo quiere. Sólo me acecha y me lanza zarpazos. Le gusta recrearse, está jugando con la comida.
–Mira, unas escaleras. ¿Qué habrá arriba? ¿Has mirado?
–Sí, he mirado. Hay un lobo.
–A ver si lo acierto, un lobo de color negro.
–Sí, de color negro.
–Y ¿ese también te acecha y te araña?
–No, ese sí que muerde. Y muy fuerte.
–¿Y qué quiere? ¿Tus huesos?
–No no, ojalá los quisiera. Ese solo muerde mis recuerdos. En sus fauces caben muchos.
–Oye, yo también estoy sangrando.
–Sí, es que te ha mordido.
–Pero ¿cuando? No me ha dolido.
–Cuando has venido. Y ya te dolerá.
–Entonces ¿ahora ya soy como tú?
–Sí. Has hecho muy mal acercándote a mí.
–¿Y qué vamos a hacer?
–No lo sé. Lo único que espero es que se cansen y se vayan.
–Pero mientras ¿qué haremos con todas estas heridas?
–Cuando cierren quedará una cicatriz.
–¿Una cicatriz de color negra?
–No. Esa será de color roja. Roja brillante, intensa. Será el único color además del negro.
–Oye ¿y por qué no gritamos?
–Porque no sirve de nada. Además, el primer zarpazo de la leona nos dejó sin voz.
–Entonces lloremos.
–No podemos. El segundo zarpazo nos dejó sin lágrimas.
–¿Y el tercero?
–Ese nos dejó sin sueños.
–Entonces tan sólo durmamos. Durmamos y olvidémonos de todo.
–Sí, pero sólo hasta que mañana todo vuelva a empezar.
–Oye… ¿por qué sonríes?
–Al menos ahora tengo alguien con quien hablar.

Así planchaba, así así

Lunes antes de almorzar, una niña fue a jugar, pero no pudo jugar porque tenía que planchar: Así planchaba así así, así planchaba así así, así planchaba así así, así planchaba que yo la vi señor juez, tiene usted que hacer algo, no es normal que una niña tenga que hacer las tareas de la casa, y menos aún la plancha, que una cosa es colaborar y otra muy distinta es tener que lavar, fregar y planchar cuando tendría que estar estudiando o jugando con sus hermanos, ellos seguro que estaban dándole al balón o a play, mientras la niña tenía que hacer la casa, señor juez, por favor, haga usted algo porque esto es un caso claro de explotación infantil.

Los servicios sociales se hicieron cargo de la pequeña y al poco tiempo su padre viudo huía ahogado por las deudas de juego. Una familia la adoptó y tuvo una infancia muy feliz.

Por la raja de su falda yo tuve un piñazo con un Seat Panda, me volvía loco con su Chupa Chups, qué vicio, qué vicio tenía la chavala, la tuve que despedir porque se negó a compartir la habitación del hotel en nuestro primer viaje de negocios, no es no, me decía, estaba buena pero era una mojigata, señor juez, eso le contaba el baboso del director general a su asesor, presumiendo, orgulloso, ni siquiera se esperó a que yo terminara de limpiar y saliera por la puerta, ese hombre es un acosador, conmigo también trató de propasarse, señor juez..

Esa y otras denuncias por acoso hicieron que terminase destituido. Su mujer se divorció al poco tiempo, y aunque no llegó a entrar en la cárcel, sus antecedentes y lo mediático del caso arruinaron su vida.
“No es no” le seguía gritando la gente años después, cuando se lo cruzaban en cualquier momento, en cualquier lugar.

Que no la encuentre jamás o sé que la mataré… Por favor, sólo quiero matarla, a punta de navaja, besándola una vez más, eso iba cantando el malnacido señor juez, mientras entraba en su casa y daba un portazo. Llamé inmediatamente a la policía y se lo hice saber mientras aporreaba su puerta, cuando lo vi salir salpicado de sangre y con cara de loco me encerré y por la mirilla vi como se arrojaba por la barandilla de la escalera, entonces entré en su casa y ahí estaba, tirada en el suelo, intenté cortar la hemorragia taponándole la herida hasta que llegó la ambulancia y la policía. Todavía tengo pesadillas, señor juez.

A las poco rato fallecía en la mesa de operaciones; perdió demasiada sangre.

La sangre siempre es la sangre.
La olvidada, la antigua y la nueva, que aún hoy siguen siendo derramadas por el mismo motivo.
Mientras su hija adolescente, abatida y desolada la limpiaba del suelo, alguien al otro lado del globo, seguía cantando la canción:
“Así limpiaba, así así”.

Pequeñas historias y grandes dramas del mundo

NO A LA EXPLOTACIÓN INFANTIL

Madrid:
—Qué sorpresa mamá, la abuela me dio unas monedas! Me compraré un zoo! Y un unicorning! Y unas maricosas! Y un orangegután! Y un pájaro ebanero!
—¿Ebanero o ebanista?
—Un pájaro ebanista.
—¿No será carpintero?
—Eso, un pájaro ebanero.
—Muy bien cariño, pero eso será mañana; ahora a cenar y a dormir.

Somalia:
—Mira mamá! Con las monedas que me dio el patrón he comprado pan tierno en lugar de cogerlo del vertedero! Verás qué sorpresa se lleva la abuela!

Dios no juega a los dados

Mi nombre es Satanás
Y quien juega a los dados soy yo.
Si sale uno… mueres.
Si sale dos… te asesinan.
Si sale tres… te violan.
Si sale cuatro… te arruinas.
Si sale 5… cometen una terrible injusticia contigo.
Sólo si sale 6 me meto en tu cuerpo. Y para sacarme, te hará falta un buen exorcismo.
Es muy divertido.
Me encanta el juego.

Dios en cambio, juega con un cubo de Rubik:
Si hace el lado blanco… nieva.
Si hace el lado rojo… nace una rosa.
Si hace el lado verde… crece un árbol.
Si hace el lado azul… sube y baja la marea.
Si hace el lado amarillo… luce el sol.
Si hace el lado naranja… amanece.
Y cuando resuelve el cubo entero… llueve y se forma un bonito arco iris.

Pero todo eso son idioteces.
Mi juego es mucho más divertido.
Agito el dado con furia…
Y lo arrojo con todas mis ganas, siempre contra los mismos.
¿Quieres saber qué te ha salido?

* * * * *

La frase de Albert Einstein «Dios no juega a los dados» es una cita, sacada de contexto, que se emplea incluso como prueba de que el físico creía en divinidades, en el destino o que mostraba así su rechazo a la teoría de la evolución de Darwin. Argumentos de autoridad aparte, la historia tras estas palabras es bien diferente, y ha suscitado gran cantidad de ensayos al respecto:
Einstein se refería al universo como a «Dios», una forma de hablar que compartieron físicos como Stephen Hawking. Debido a sus palabras tuvo que aclarar que, en efecto, no creía en divinidad alguna. La comparación con los dados tampoco quería decir que creyera en algún tipo de destino. La metáfora es tan sólo una crítica a la mecánica cuántica, que el nobel de Física rechazaba con rotundidad.

Las 5 vidas de Kevin

Para salir de su celda-caparazón, Kevin se hizo miniatura. Un poco más, si cabe.
“Voy a comerme el mundo y la noche se me quedará pequeña” se repetía una y otra vez. Pero la noche –todas las noches en realidad– era de rebajas, sin I.V.A y con complejos. Mil o incluso más.
Sólo había una forma de hacerse grande. De subir, de saltar, de hacerse par, de que sonara un rock en su medida de vals.
No era difícil. Sus “amigos” y él lo habían hecho su identidad, como un grito de guerra:
“Algo de Coca, algo de Cola.
Después de la Cola, quedarse K.O.”

1

Sus “amigos” lo encontraron tirado. Se había meado encima después de meterse una raya demasiado larga. Dos de ellos lo dejaron recostado en la parada del autobús. Ya no cambió la postura. Mientras la ciudad amanecía, Kevin dejó de respirar.

2

Despeinado, cansado, sudado y soñoliento, logró poner en marcha el coche de su madre, no sin esfuerzo. El agujero del contacto se movía continuamente esquivando la llave una y otra vez. Pero al final lo consiguió.
Se quedó dormido mientras conducía. Se saltó un semáforo y un camión de reparto que llevaba mucha prisa lo embistió. Mientras la conductora del camión sufría un ataque de pánico, Kevin dejó de respirar.

3

En un sucio WC de un sucio garito, con los calzoncillos por los tobillos después de haber echado una larga meada, se durmió con la cabeza echada hacia atrás. Sufrió un coma etílico poco después. Atragantado por su propio vómito, Kevin dejó de respirar.

4

“Hoy es el día, tío, hoy es el día”.
“Esta es la nuestra, colega, jamás volverán a meterse con nosotros”.
“Tómate una pirula más, co, que hoy no podemos fallar”.
“Se van a enterar esos gilipollas, de nosotros no se ríe nadie”.
Lo repetían como un mantra.
Llevaban días planeando ese encuentro en un descampado lejano.
En plena madrugada, dos grupos de idiotas estaban dispuestos a matarse dominados por la testosterona y la chulería.
A los pocos segundos de empezar la pelea, un botellazo en la nuca le fracturó el hueso occipital. Kevin cayó al suelo fulminado. A los pocos segundos y sin que nadie se diera cuenta, dejó de respirar.

5

Kevin, triste y mareado siguió su hilo gris imaginario y volvió a su celda-caparazón.
Tuvo pesadillas y al despertar su resaca era espantosa.
Al poco rato sonó su teléfono móvil, y al otro lado había una chica con voz dulce que decía llamarse Sally. Kevin no recordaba nada, pero ella dijo que se conocieron anoche, y ante su insistencia y por no parecer descortés finalmente accedió a quedar.
Fueron al cine y luego a cenar una hamburguesa. Después pasearon y bailaron en cualquier esquina a ritmo de “Despacito”.
Acabaron besándose apasionados, después de contemplar el amanecer.

Sus “amigos” no volvieron a saber de él.
En alguna ocasión lo recordaron y hablaron de él.
“¿Qué habrá sido de Kevin?”
“Conoció a una pava y creo que está saliendo con ella”.
“Menudo bragazas. Él se lo pierde”.
“Oye, ¿tú crees que desde este balcón llegaremos de un salto a la piscina?”
“Pues claro. Anda, sujétame el cubata”.

Corre Forrest

Corre Forrest.
Eso fue lo que me dijeron.
Y empecé a correr.
Y ahora no puedo parar.
Si lo hago yo también se parará el mundo.
Debo seguir corriendo.
No me queda otra opción.
Nadie puede alcanzarme.
Por mucho que quieran.
Yo soy más rápido.
Aunque me canse.
Aunque me desmaye.
Aunque me rompa.
Aunque me muera.
Corre. Corre. Corre.
Más. Mucho más. Muchísimo más.
Hasta que todo acabe.
Si me cruzo contigo no me interrumpas.
No me interesa lo que tienes que decirme.
Apártate y deja que siga corriendo.
Pues si paro yo se parará también el mundo.
Corre. Corre. Corre.

Qué hambre tengo. Voy a parar un ratito, a ver qué encuentro por ahí.

Y el hámster al que habían apodado como Forrest, se bajó de su rueda y se fue tranquilo hacia su plato de comida.
Cuando hubo acabado de comer, se tumbó y cerró los ojitos.

Nadie sabe cómo ocurrió pero…
El mundo dejó de girar.
Allí donde era de día se quedó de día y al otro lado del mundo se quedó estática la noche. Sin la fuerza centrífuga del giro, hubo un gran movimiento de la masa de agua del planeta. En pocos minutos miles de millones de personas morían ahogadas por el desplazamiento de los océanos. El resto, sucumbió a los pocos días.
La rueda sobre la que corrió Forrest no tuvo nada que ver. Fue una maldita casualidad.
El cambio climático alteró todos los patrones y el delicado equilibrio que hacía que La Tierra siguiera girando.
Hacía tiempo que la humanidad sabía que habían cruzado el punto sin retorno, lo que nunca imaginaron es que todo se precipitaría tan rápido.

Aún hoy, La Tierra sigue flotando inerte por el vacío cósmico, a la deriva, con todos los siglos de historia sepultada bajo las aguas frías o sobre la arena quemada por el sol.

LA –SUCIA– MANO MÁS LIMPIA DEL MUNDO

–Yo creo que exagerais.
–En absoluto, gordi. Tú no sabes lo que es esto.
–Pues a mí me gusta.
–Tú, el largo, eres un degenerado. Esto es realmente asqueroso.
–¿De qué estáis hablando?
–Tú cállate pequeño. Deja a los mayores que hablemos de nuestras cosas.
–Creo que quiere hacerlo otra vez, se está acariciando las tetas. Qué asco por favor. ¿Por qué no me utiliza para señalar o indicar, que para eso estoy…
–A ver si hay suerte y lo hace otra vez, que me estoy poniendo cachondo perdido.
–¿Dónde habrá aprendido esta chica semejantes guarradas? Iremos al infierno por su mala cabeza. Esto debe ser pecado mortal.
–Pues a veces se hurga la nariz conmigo. Como soy pequeño…
–Pues a mí me utiliza mucho para acariciar o dar masajes. Como soy fuerte…
–Pero esas cosas están bien, gordi. No pensarías lo mismo si te vieras dentro de su coño.
–Compañeros, sois unos meapilas. Con lo excitante que es…
–Esta mujer no es decente. Es una cochina. Lo que necesita es un hombre como Dios manda, que la lleve al altar y me ponga una alianza. Y que ella le haga la comida, la cena, y traiga muchos niños a este mundo. Lo normal.
–A mí me gustan mucho los niños pequeños. Pequeñitos como yo.
–A ver chicos… atención… creo que va a hacerlo otra vez. Que tengáis suerte. Ahí va. Coged aire.
–No por favor! Prefiero que me amputen.
–Oh sí! Méteme hasta lo más hondo! ¡Más! ¡Más!
–¡Puaj! ¡Voy a vomitar!
–Pues yo me aburro.
–¿Cómo lo lleváis chicos?
–Me muero.
–¡Me corro!
–Que se acabe pronto por favor.
–Jo! Yo también quiero jugar.
–Pues a mí me gusta cuando lo hace con otra chica. Es muy bonito y sensual. ¿No os parece?
–Sois todos unos pervertidos. Y esta mujer una desviada sin remedio.
–¡Qué a gusto me he quedado!
–Que se lave ya, por favor… por favor…
–¡Ay qué bien, otra vez la fiesta de la espuma! ¡Chupiiiiiii!

–Os habéis portado muy bien chicos. Ha sido un verdadero placer, como siempre. Tomad cremita hidratante y a dormir todos. Sois los mejores. Hasta la próxima mis queridos deditos.

MOMO

No sé cuánto tiempo llevo aquí encerrada. Pero estoy más que harta. Y cansada. Y también asustada, lo reconozco… ¿qué irá a hacerme esta chica?
Cómo añoro los viejos tiempos. Aquellos buenos tiempos en los que el miedo por sí sólo era capaz de hacer la rueda girar y el sistema funcionar.
Los adolescentes, con sus inseguridades pero con su vitalidad eran las víctimas perfectas para los retos absurdos que se extendían por los móviles y las redes sociales.
Normalmente, mi presencia no era necesaria. Sólo cuando un niño o adolescente se negaba a hacer alguna prueba era cuando tenía que materializarme delante de sus ojos. Tan sólo con verme, se lanzaban a realizar la siguiente prueba fuera cual fuera… incluso abrirse las venas con un cuchillo de cocina. Incluso apuñalar a alguien querido. Una vez, conseguí que un chico con problemas de autoestima se arrojara por la ventana. Todos me felicitaron por aquel logro. Joder, no me miréis así. Tuve que hacerlo, es mi trabajo y me pagan por ello.
El día es muy largo y da para pensar. Recuerdo que cuando me prepararon para esta ocupación solicité colmillos y garras, y también fuerza y rapidez. Pero no, sólo me dieron un aspecto perturbador. Sonrisa larga y afilada, ojos fuera de órbita y pelos de loca. Con eso es suficiente, me dijeron convencidos. Tampoco te hace falta hablar, ni gruñir ni nada. Se cagarán en cuanto te vean, nadie se atreverá a tocarte, te obedecerán sin más. Y así fue durante mucho tiempo, hasta que tuve la mala suerte de tener que visitarla. Era la víctima, había empezado un reto y no quiso hacer la siguiente prueba. Ve a por ella sin piedad, me dijeron. Total que fui, toda chula con mi aspecto aterrador… Pero llegó ella, más chula que yo, con sus directos, sus ganchos y su terrible golpe de derecha… en unos segundos me había molido a golpes, la puta boxeadora ésta que no tendrá ni pelos en el coño todavía. Perdí el conocimiento y cuando desperté estaba atada a una silla. Lo peor de todo es que sabe quien soy. Sabe que soy MOMO, el monstruo que sale de la tele, del móvil o del armario y te matará si no haces lo que te dice. Y sabe lo que he hecho, sabe que obligué a muchos adolescentes a hacer y hacerse mucho daño. Y se está vengando, la pequeña zorra. Me humilla haciéndose selfies conmigo para subirlos al Face y al Insta, me maquilla, me pinta los labios y los ojos… escuece un montón; no tengo párpados así que no puedo cerrarlos ni parpadear! Me pone reguetón o cualquier ritmo latino durante horas, mientras chatea por wassap como si le fuera la vida en ello o mientras entrena con su saco de boxeo y le pega con toda su alma.
Las noticias dicen que las lesiones por retos virales han disminuido casi un 80 por ciento. Y entonces me mira y se ríe, la hija de puta. A ver cuando se apiada y llama a la policía. Que me detengan y me encierren en una fría mazmorra.
Cualquier cosa, cualquier final será mucho mejor que esto. Ya no soporto mas regetón. Ni más selfies.
Socorro.

MOMO

El Reto de Momo (también conocido como «Juego de Momo» y en su forma inglesa Momo Challenge) es una farsa viral, una leyenda urbana acerca de un inexistente «reto» de redes sociales que se ha esparcido por Facebook y medios de comunicación.Se ha reportado que un usuario llamado Momo incita a niños y adolescentes a realizar una serie de tareas peligrosas, incluidos ataques violentos, daño autoinfligido y suicidio.

TETRIS

Lo nuestro comenzó como empieza una partida de Tetris. Con la certeza de que en algún momento terminará. Los que conozcáis ese juego sabréis que puedes marcarte metas y cumplirlas con más o menos destreza, pero llegará un momento que la pantalla llena de piezas mal combinadas te impedirá seguir formando líneas. Un Tetris siempre es una cuenta atrás segura: una bomba de relojería.
Tú eras como la pieza roja: Lisa y estirada. Sincera, práctica, fina, elegante y sin dobleces. Por el contrario yo unas veces era como la pieza azul, enroscada y cerrada sobre mí misma y otras veces como la pieza naranja, retorcida, asimétrica, imposible de poner en equilibrio y con un hueco permanente por llenar.
La partida comenzó con dificultad –mis piezas giraban en sentido horario y las tuyas en el contrario–. Ambas tratamos de formar buenos momentos, pero al igual que las líneas, desaparecían casi en el mismo instante de formarse.
La gravedad tiraba hacia abajo de las piezas cada vez con más fuerza y el vértigo construía hacia arriba el desastre que habría de venir… Cuando la velocidad de caída se volvió incontrolable y no fuimos capaces de alinear ninguna pieza más, te fuiste sin despedirte y no tuve otro remedio que continuar mi partida yo sola.
Desde entonces, las piezas siguen cayendo, pero jamás volvió a caer la pieza roja, la larga, la más elegante de todas, aquella que me habría de recordar a ti.
En su lugar, todas las demás caen arrojadas de un modo grotesco, grosero y sin ninguna gracia. En su caída giran imprevisibles y se estrellan contra el suelo rompiéndose en varios trozos, provocando un ruido sordo como cuando se rompe un hueso –como cuando se rompe una vida–.
La partida no acaba y sigue su largo y extraño discurrir.
Yo ya no formo líneas porque ya no manejo los mandos. Tan sólo esquivo como puedo las piezas que alguien arroja sobre mi cabeza.

No sé quién eres

—Qué lugar tan curioso.
—No es curioso. Es extraño.
—Es curioso que sea tan extraño.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Pues no lo sé.
—¿Y tú?
—Normalmente cuento hasta 100. Una vez llegué hasta 500.
—¿Eso es mucho o es poco?
—Eso es poco. Muy poco.
—Yo creo que acabo de llegar.
—No, cuando yo llegué ya estabas.
—¿Y dónde estamos?
—Yo creo que es un laberinto.
—No digas tonterías… ¿Dónde están las paredes?
—¿No las ves?
—No.
—Yo soy una pared. Tú eres otra.
—Mentirosa.
—No te enfades, sólo bromeaba. Es que tenemos que llevarnos bien.
—Pues no me mientas. Esto es serio.
—No es serio, es cruel.
—Es cruelmente serio.
—Mira.
—El qué.
—Una pared.
—Quizá la vería si tuviera ojos.
—Ya. Y si yo tuviera brazos te abrazaría.
—Y si yo tuviera cuerpo me dejaría abrazar.
—Y si yo tuviese labios te daría un beso.
—Y si yo tuviera boca te diría que te odio.
—Mentirosa. Me dirías que me quieres.
—Cómo me conoces…
—¿Por qué cierras los ojos cuando hablas?
—Me ayuda a recordar.
—¿Tú te acuerdas de algo?
—No. Pero lo intento.
—¿Lo has sentido?
—¿El qué?
—El viento. A veces sopla.
—Si. Algo me ha rozado la mejilla.
—¿Tienes mejilla?
—Si.
—¿Puedo besarla?
—Cuenta hasta 100 primero y búscame después. Me esconderé detrás de una pared. Si me encuentras, me besas en la mejilla.
—Aquí no hay paredes, lista.
—Entonces… ¿por qué no podemos escapar?
—Qué buena pregunta.
—¿Cuánto tiempo llevamos ya?
—Voy por 200. Escóndete. Ya viene.
—¿Quien viene?
—Él. Que no te vea. Te quiero sólo para mí.
—A mí no puede verme.
—Pero sabe que estás aquí.
—No lo creo. Es un pobre viejo.
—Lo sé. Pero mira lo que nos ha hecho.
—Ya puedes salir.
—¿Seguro?
—Si.
—¿Me ha visto?
—No me ha visto ni a mí.
—Es un pobre diablo.
—Lo sé. Pero mira como nos tiene.
—Cállate. Ya puedes darme el beso.
—Lo haría si tuviera labios.
—Qué rabia. Se me había olvidado.
—Quizá mañana.
—¿Cuándo es eso?
—Cuando llegue a 500.
—Pues empieza a contar y no pierdas el tiempo.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
—¿Quién eres?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Cuando lo sepas ya nada será igual.
—Ya nada es igual. Cuéntamelo.
—Eres un recuerdo.
—Mentirosa. ¿Por qué me mientes siempre?
—Es cierto. Sólo estás en su cabeza. Y yo también.
—No quiero oírte. Si tuviera dedos me taparía los oídos.
—Somos su pasado. Somos lo que ocurrió. Mejor dicho, lo que ya nunca ocurrirá.
—Pero si es un pobre anciano.
—Si. Y va perdiendo recuerdos. Cada día más. Pero ni a ti ni a mí nos deja marchar.
—Quizá es que somos lo único que le queda.
—Pronto morirá.
—Es posible. Pero antes olvidará.
—Entonces, seremos libres.
—No. Sólo seremos palabras que escriben sobre libertad.
—Mentirosa.
—No te enfades. Tenemos que llevarnos bien.
—¡No me toques! ¿Por qué lo has hecho?
—Yo no he sido. Habrá sido un enfermero. O un familiar.
—Ah…
—A veces le hablan y podemos oírlo también.
—Pero… esto es muy triste.
—Si. Lo es.
—¿Y tú? ¿Estás triste?
—No. Yo soy sólo una voz que habló como un susurro.
—Pues yo tengo ganas de llorar.
—No puedes. Él también se olvidó ya de eso.
—Pero oigo llorar. Alguien lo hace a su lado.
—No, soy yo la que llora.
—¿Quieres que te abrace?
—No. Quiero estar sola.
—Yo también.
—Tenías razón. Ya nada es lo mismo.
—Oye… ¿Quién eres?
—Soy la última lágrima de su recuerdo. El de su mujer.
—¿Y tú?
—Yo soy la última sonrisa que recuerda. La de su hija.
—Entonces… no podrá olvidarnos nunca.
—Lo hará, por desgracia lo hará.
—Pues… me parece muy triste.
—Lo es.

4 Caras de colores

—Tengo sueño.
—Yo tengo sed.
—Yo no tengo ganas de nada.
—Pues yo tengo ganas de bailar.
—Que alguna de vosotras haga algo o me dormiré.
—Me ha parecido oler a ron del bueno.
—Qué pereza.
—Además de bailar, también me apetece cantar.
—Yo me voy a echar un sueñecito.
—¿Qué habrá hoy de beber?
—Tú siempre pensando en lo mismo.
—Mejor alimenta tu espíritu. No hagas caso de la tiranía de tu cuerpo.
—Despertadme dentro de un rato entonces.
—Una menos para repartir la bebida. Tocaremos a más.
—Sois unas estúpidas, parecéis quinceañeras. Me tenéis hasta el coño.
—¿De qué color lo tenéis vosotras?
—Yo verde fosforito.
—Yo morado.
—A tí qué te importará mi coño.
—El mío es azul luminoso. Como el cielo del mediodía.
—Callaos… quiero dormir.
—Necesito un trago. ¡Camarero! ¡Un gin tonic!
—Puta borracha. ¿No te da vergüenza?
—El alcohol no es bueno para los chakras. Te los cierra y te impiden absorber la energía.
—Por favor… callaos de una vez.
—Échate a dormir y déjanos en paz, neurótica. Y que alguna consiga una botella de algo… por favor.
—Tú y tus neurosis. Tú y tu síndrome de abstinencia. Tú y tus locuras. De buena gana os dejaría aquí plantadas y me iría a vivir mi vida. Putas locas.
—Paz y amor hermana. Aleja los pensamientos negativos y respira… que venga la luz y el color. Míralos, están a tu alrededor.
—Me he tomado un bote de somníferos.
—Pues yo me he bebido una botella de ginebra.
—Apañada estoy. Toda la vida compartiendo lienzo con tres putas locas. No tendría otra cosa mejor que hacer, el Andy Warhol ese, que dibujarme por cuadruplicado.
—No te alteres Norma Jean… ¿Dónde íbamos a estar mejor que aquí expuestas en esta galería de arte?
—En una cama.
—En un bar.
—En una sesión de fotos.
—Rodando una película.
—En una fiesta hippie con canutos.
—En el diván de un psiquiatra, pero lejos de vosotras. Callaos que viene alguien. Y no vuelvas a llamarme Norma Jean, sabes que me gusta que me llamen Marilyn.
Marilyn Monroe.

El Mustang rojo

Voy en un Ford Mustang de color rojo.
El Mustang, es ese coche deportivo de aspecto agresivo que tiene un caballo en la parrilla frontal. No lo confundais con un Ferrari, que también tiene un caballo. La diferencia es que en un Ferrari el caballo está encabritado y tiene las patas delanteras en el aire y en el Mustang el caballo está horizontal, galopando, a punto de impulsarse con los cuartos traseros en una nueva y poderosa zancada. Os lo digo porque no es difícil confundirlos a primera vista.
Tengo que decir también que pocas veces había visto uno de estos. Un Mustang descapotable, digo. Reconozco que es bonito, pero no me interesan los coches. Para nada. Para mi gusto son muy poco prácticos. Además, yo nunca voy por carretera, suelo utilizar otros medios de transporte… Pero hoy es todo muy diferente.

Para empezar, no estoy viajando sola. Yo siempre voy a mi rollo y sin que nadie me condicione… Pero hoy no. Voy con una mujer, que es la que conduce. Y a decir verdad tan apenas la conozco… Lo poco (lo único) que sé de esa mujer es que es dueña y conductora del Mustang rojo en el que viajamos… y que parece estar disfrutando como un niña de la conducción sin capota. Yo también, que conste. Y es que el viento que nos azota con fuerza da mucha sensación de libertad. Y su melena pelirroja y ondeante es muy vistosa. Hace juego con la carrocería del coche, además.
Nunca había venido por estos parajes y tengo que decir que son realmente espectaculares. La costa Oeste de los Estados Unidos es un regalo para los sentidos. Viajamos hacia el sur. Hemos salido de Seattle y pasando por San Francisco y Los Ángeles llegaremos al Gran Cañón. Y después, pues quién sabe. Nevada, Montana… Ya se verá.
Reparo una vez más en la conductora. La pelirroja. Con la mirada fija en la carretera, no me mira ni me habla. Qué maleducada, la tipa. Buena conductora, si. Guapa, también. Pero muy poco habladora. Y muy suya. Yo pienso que va un poco de diva. Pero bueno, ahora eso ya casi es lo de menos.
A unos pocos cientos de metros ya se observa la escarpada garganta del Gran Cañón del Colorado. Es impresionante. Me rindo ante tanta belleza.
Casi abruma.
Casi se puede decir que no hay nada más bonito.
Casi diré que merece la pena morir en este escenario.
Morir aquí.
Morir así.
Morir ahora.

La conductora pelirroja paró el Mustang en un sitio habilitado.
Los turistas que había por allí la miraron de reojo. Unos al coche. Otros a ella. Otros su melena. Otros sus piernas largas y otros sus botas camperas. Sólo una niña que había por allí se percató de que en el frontal del Mustang, junto al logotipo del caballo que galopaba, había una mariposa preciosa, pero muerta, incrustada en la parrilla.
—Es un bello ejemplar de Tarucus Theophrastus—, le dijo su madre, apenada.
—Pobrecita— respondió la niña—, al menos ha muerto viajando por el mundo.

Pequeñas historias

PEQUEÑAS HISTORIAS
Y GRANDES DRAMAS DE LA GENTE

1
—¡Dese prisa señor conductor! —grité golpeando la tapa con los nudillos—. No puedo llegar tarde a mi propio entierro.

2
—¿Hay alguien ahí? —pregunté asustado.
Y alguien, aún más asustado que yo, me contestó que sí.

3
—Te doy mi corazón. Tómalo, es tuyo.
—Gracias. Mira, todavía late.

4
—Lo siento muchísimo. Le quedan 2 meses de vida.
—Vaya… ¿podría pasarlos con usted?

PEQUEÑAS HISTORIAS
Y GRANDES DRAMAS DEL MUNDO

NO A LA POBREZA
NO A LA GUERRA

5
—¿Por qué tiramos toda esta comida? ¿No se la podríamos dar a alguien que la necesitase?
—No te preocupes hijo, ellos mismos la cogerán de la basura.

6
PARIS:
—Dispare ya por favor, dentro de 15 minutos tengo otra sesión de fotos.
SIRIA:
—Dispare ya por favor… máteme y no me torture más.

NO AL MALTRATO ANIMAL

7
—Pobre toro… ¿por qué le hacen todo eso?
—Tranquila pequeña. Esto es arte. No sufre.

8
—¡Qué perrito tan bonito! Me gusta. ¿Lo desatamos y nos lo quedamos?
—No podemos cariño, este pobre galguito hace un rato dejó de respirar. Ven, vamos a descolgarlo.

NO AL MACHISMO
NO A LA VIOLENCIA DE GÉNERO

9
—¡Buenorra! ¡Te agarraba del pelo y te follaba aquí mismo!… Huy, qué vergüenza, hija mía, no sabía que eras tú. Perdona.

10
—Antes de que se acaben las fiestas… ¿Nos follamos a la última?
—Calla. No mereces estar en esta Manada. Hay que decir siempre “la penúltima”.

11
—Cariño, te doy un dólar por tus pensamientos.
—Deja de apretarme el cuello, no puedo respirar. Y no me pegues más, que me vas a dejar marca.

12
—No quiera convencerme señor agente. La maté porque era mía.
—Eso díselo al juez, malnacido. Si fuera por mi te mataba a porrazos ahora mismo.

NO A LA MUTILACIÓN GENITAL FEMENINA
NO AL MATRIMONIO INFANTIL

13
—Ven aquí, vamos a empezar tu ritual de purificación.
—Deja esa cuchilla abuela, no quiero que me cortes el pelo. Me gusta llevarlo largo.

14
—Hija, disfruta de tu noche de bodas.
—Y… ¿eso qué es?

La ocupación blanca

Me dijeron que yo era uno de “los blancos” y de ese color me vistieron.
Me dijeron que todo aquel que vistiese de otro color sería el enemigo.
Me dijeron que aquí todo valía. Que no tuviera reparos ni remilgos. Es divertido, me dijeron, una vez que te quitas de encima los prejuicios y los escrúpulos. Niños, adolescentes, mujeres, ancianos… daba igual. En el fondo, todos son iguales. Todos mueren de la misma forma.
Me dijeron que la estrategia principal era la ocupación. Se trataba de apoderarse de todo y no dejar sitio ninguno para nadie más. De hecho, el nombre de nuestro proyecto era “La ocupación blanca”. Cuando lográramos eso, el objetivo estaba conseguido.
Pregunté qué haríamos después de que todo estuviera ocupado. No supieron responderme. Pregunté también qué ocurriría si no lo conseguíamos. Tampoco supieron decirme.
No hice más preguntas. Me limité a cumplir con mi obligación. O al menos, con lo que se esperaba de mí.

No resultó difícil.
Nosotros éramos cada vez más y ellos cada vez menos. Además éramos mucho más rápidos.
Es cierto que recibían ayuda externa… pero siempre seguían la misma estrategia, era fácil anticiparse y en pocos días quedaba neutralizada. Cada vez resultaba menos eficaz.
El factor psicológico también era importante. El enemigo ya estaba agotado a todos los niveles y eso facilitaba la ocupación.
Lo estábamos logrando. No tardaríamos mucho más tiempo en alcanzar el objetivo.

Alguien ha empezado a hablar de la operación “T.M.”
No sabemos qué significa eso.
Realmente nos da lo mismo.
La ocupación está casi completada y el enemigo abatido.
No lo lograrán.
No tienen tiempo.
La operación “T.M.” es una utopía.

No puede ser.
Algo está pasando.
Algo está cambiando.
Ahora somos los blancos los que morimos y ellos sobreviven.
Nos están venciendo.
No lo entiendo.

El Trasplante de Médula fue todo un éxito.
Los valores disparados de glóbulos blancos disminuyeron hasta niveles normales.
La pequeña Beatriz venció la leucemia y salvó la vida gracias a un trasplante de médula.

DONA MÉDULA.
SALVA UNA VIDA.

100 ochos

Infinito llegó arrastrándose a la reunión de los cien ochos… Antes de entrar, no sin esfuerzo se puso en pie… ¡Pecho fuera, cabeza alta y paso firme!… y se coló en la reunión. Infinito parecía un ocho más. Exactamente igual que todos los que estaban allí dentro.
Pidió un refresco y apoyado en una columna para no caerse y descubrirse, disimulaba silbando una canción de moda.
Los demás ochos andaban, bailaban, cantaban bebían o dormían. Dos ochos se besaban, en un rincón alejado y oscuro. Después se fueron de la mano hacia el cuarto de baño.
Se estaba bien allí, pensó infinito, con su refresco en la mano.
—¡Todos quietos! Aquí hay un intruso —dijo un ocho—. Estamos más de 100.
—¿Y cómo lo sabes si sólo podemos contar hasta ocho? —preguntó otro.
—Haciendo grupos, ignorante. Ocho grupos de ocho y luego 3 o 4 grupos más, depende.
—¿Y de qué depende?
—No lo sé, ¡no me líes! pero aquí hay algo que no encaja.
—¿Qué pasa?
—Que estamos 101
—¿Y eso qué es?
—Pues… 13 veces 8.
—¿Y cuánto es 13?
—2 veces 8… bueno, un poco menos.
—Creo que no lo entiendo.
—Yo tampoco… ¡pero aquí hay uno que sobra!
—¿Y quién es?
—Y yo qué sé. ¿No serás tú?
—Yo no, ¿y tú?
—Yo tampoco.
—¿Y aquel?
—No lo creo…
—Esto es inadmisible… Hay que encontrarlo. ¡Que alguien piense algo!
—De acuerdo, pensaremos…
Silencio.
—¿Alguien ha pensado algo?
—No.
Silencio.
—Pues seguid pensando, que esto hay que arreglarlo.
Infinito observaba desde lejos apoyado en su columna. Apuró su refresco y lo dejó en la barra mientras guiñaba un ojo al camarero.
—Los ochos tienen fama de ser retorcidos —se dijo—, pero no imaginaba que fuesen tan cortos. Yo me largo de aquí.
Y se echó al suelo, y haciendo la croqueta se marchó de allí dejando a los ochos tan boquiabiertos… que se volvieron ceros.

Una “O” llegó rodando, a la reunión de los 100 ochos que se volvieron ceros. Se cruzó con infinito, que salía de allí.
—¡Hola! ¿Qué se cuece por ahí dentro? ¿Puedo pasar?
—Entra si quieres, pero no te lo recomiendo… ahí dentro llevan una conversación muy rara…
—Creo que no te entiendo…
¡Que son todos muy RAROOOOS!
—Ah vale…

«O” continuó rodando, calle abajo. Pero la calle era larga y empinada y ganó velocidad… chocó con una piedra puntiaguda, y se pinchó y se desinfló. Se quedó como una pequeña línea horizontal.
Con mucho esfuerzo consiguió ponerse en pie.
A estas alturas, todavía sigue buscando la reunión de los 100 unos. O las 100 íes.