25 centímetros

25 centímetros mediría, más o menos, la mujer que vivía boca abajo, en el techo del salón de mi nueva casa.
Aún no había terminado de ordenar mi ropa en el armario del dormitorio cuando oí ruidos. No le di mucha importancia, pero cuando terminé de colocarlo todo y fui a tumbarme un rato en el sofá para descansar un poco de la mudanza, ahí estaba ella, con su pequeña escoba barriendo mi techo –que a la vez era su suelo– mientras tarareaba una canción de moda. Estoy segura de que me vio, pero no me prestó ninguna atención. No quise incomodarla mucho, así que me contuve y evité dar rienda suelta a mi curiosidad, que era mucha. Era guapísima y me recordaba a Nerea, mi ex, que me dejó con la palabra en la boca y el corazón roto hacía bien poco:
Discutimos y me echó de casa, sin más. Me dijo que yo era muy pragmática, muy directa y que ella necesitaba algo más dulce, más abstracto. ¿Cómo fue lo que me dijo? que desde que estaba conmigo confundía el resplandor de la luna en las paredes con fantasmas amenazantes. ¿Qué coño quiso decir con eso? Nerea era así, yo ya estaba acostumbrada. En un alarde de creatividad –quería que viera que yo también sé decir cosas trascendentales– le dije que ella era como un imperdible, que una vez cerrado no pincha pero no te lo puedes quitar de encima. Se echó a llorar y me echó de su casa.

–No me cuentes tus mierdas, que bastante tengo yo con las mías–, me cortó tajante la mujer del techo. Me callé, decepcionada; me hubiera venido bien desahogarme un poco, en ese momento lo necesitaba. Lástima. Yo pensé que nos llevaríamos bien y que seríamos amigas.

–Dime al menos cómo te llamas–, pregunté, o rogué, no estoy segura, pero ella se limitó a no contestar.

Su “casa” era una réplica exacta de la mía, a escala, ocupando unos pocos metros cuadrados. Sólo el cuarto de baño estaba cubierto, y tenía la costumbre de entrar y salir de él dando un portazo; no había noche que no me despertara. No salía mucho de casa, pero si lo hacía, podía permanecer fuera varias horas. Vencí la tentación de revolver sus cajones y armarios, además de que mi escalera no era muy alta, tampoco era cuestión de vulnerar su intimidad. Sólo hubiera faltado que en ese momento entrase y me pillara haciéndolo, no quiero ni pensar la bronca que me hubiera echado.

Sus ojos grandes y oscuros parecían de personaje de manga y siempre estaban pendientes de todo (excepto de mí). Yo la miraba siempre que tenía oportunidad, tenía un cuerpazo, hacía pilates y yoga varias veces por semana con la entrega de una entrenadora personal. No era nada sedentaria, siempre estaba haciendo cosas en casa, la tenía más recogida y mejor puesta que la mía, que al poco tiempo sólo parecía una mala copia de la suya, siempre impecable. No sé de dónde sacaba tiempo para todo.
Tocaba la guitarra también, mucho mejor que yo. Por más que lo intenté fui incapaz de seguir sus rápidas progresiones de jazz. Demasiado para mí que apenas podía tocar con soltura un blues o un rock ligero. Pero es cierto que no me ayudaba para nada, muy al contrario, parecía que disfrutaba rompiéndome los planes musicales –y todos los demás–, mostrando a cada momento su independencia y superioridad. Y yo, que era un puto desastre en todos los sentidos, acabé rindiéndome, a sus pies. Todavía no sé en qué momento me enamoré de ella como una quinceañera. De su elegancia, de su altivez y de esa forma de mirarme con sus pequeños ojos grandes, incluso en esas circunstancias, siempre por encima del hombro.

Incapaz de llamar su atención, estaba obsesionada y desesperada a partes iguales. Mis días se convirtieron en una suma extraña de horas que una tras otra sucedían bajo su condición eficaz y silenciosa. A esas alturas –no sólo mi casa–, toda yo era una copia barata de ella.
Tenía que hacer algo. Por mi salud mental y porque amaba a esa mujer con toda mi alma.

Cuando salió –vete tú a saber a dónde– llamé a Nerea. Le dije que los fantasmas nunca lloran mientras miran la luna, pero que yo sí cuando pensaba en ella. Le supliqué una noche más, por los viejos tiempos. Una frase estúpida, pero funcionó. Nerea era así, capaz de derretirse –apiadarse– con una frase pomposa, aunque tuviese un significado incierto y absurdo. Me dijo que venía para acá.

No me fue difícil bajar y guardar todos los pequeños muebles para que no los viera y pensara que estaba loca. Ni calcular el tiempo para que la mujer del techo me pillara en la cama con Nerea. –Se morirá de celos, la pequeña diosa–, me repetía yo, acurrucada entre las piernas de Nerea.
Pero cuando entró por la pequeña puerta y vi su cara… y la de Nerea… esa forma tan dulce y especial en que se miraron, una diosa y una soñadora sintiendo un flechazo de manual, en toda regla… comprendí, de golpe, que todo estaba perdido y acabado. Así fue. Nerea se llevó a Julia –a ella sí le dijo su nombre– en su bolso. Antes de salir por la puerta de mi casa, Julia me dijo que me podía quedar con sus cosas. Ni siquiera se despidieron de mí. Embobadas, encoñadas, no dejaban de mirarse ni de hacerse arrumacos. Qué asco me dieron. Desnuda, y aún con el sabor de Nerea en mi boca, me acosté odiándolas. Y me dormí llorando.

25 centímetros mediría, más o menos, el hombre que me encontré boca abajo, en el techo del salón, ocupando el lugar de Julia.
Es un patán sin modales, peludo y grosero, que se pasa el día en calzoncillos, tumbado a la bartola y haciendo posturitas frente al espejo. Nunca cierra la puerta del baño cuando hace sus cosas, y por las noches me despiertan sus ronquidos. A menudo me pide cerveza y no deja de preguntarme –o rogarme– que le diga mi nombre. Pero yo me limito a no contestar y a mirarle, continuamente, por encima del hombro.

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