MI SIGUIENTE VIDA
Una de mis frases recurrentes, que suelo pensar o decir con cierta facilidad, es “yo en la siguiente vida quiero ser normal, porque en esta ya no me da tiempo”.
A ver, ya sé que esto de ser “normal” o ser “raro” es muy relativo y nadie puede poner un límite o una línea a partir de la cual caer en un calificativo u otro. Por otra parte, no hay por qué ponerle un nombre a todo ni definirse porque a veces definirse es limitarse. Confío en que cuando hablo de normalidad o de rarezas (en cuanto a formas de ser) vosotros, lectores, ya sabéis a lo que me refiero.
Pero, a lo que iba, en mi caso particular –después de vivir mi vida con una hipertrofia del sentido de la responsabilidad–, ya no me bastaría con ser “normal” en mi siguiente vida. Ya puestos, iría un paso más allá: Yo querría ser descerebrado. Descerebrado perdido, incluso. No os sorprendáis. Ya sé que ser descerebrado puede parecer un contravalor, pero, después de ver cómo está el patio creo que es la mejor opción. Que mi cabeza y mi egoísmo no diesen para mucho más que para pensar que mi ombligo es el centro ya no del mundo, sino del universo entero. Y olé!
No me malinterpretéis, no creo que ser descerebrado perdido sea la clave para ser feliz (aunque los hay que pueden llegar a ser muy felices) y no voy a hablar en este artículo de felicidad o tristeza, ni del equilibrio entre mi serotonina y mi cortisol, pero sí que en cierto modo envidio la felicidad y seguridad con la que el descerebrado medio va por el mundo:
Conducir un Seat Leon amarillo, tuneado, con el reguetón a tope, y pitando a las chicas. Que me de igual la cultura, que lo único que me interese sea el Barça y sus últimos fichajes. Entrar en un bar, pedir un pacharán y que se enteren hasta los del quinto piso. Salir del bar, varias horas más tarde con el palillo en la boca. Que me importe una mierda el mundo, la deforestación, el cambio climático y el deshielo. Preferir morirme a quedarme sin ocio ni diversión. Ser un machote, malote, sin miedo ni respeto a nada. Pero sobre todo, ir por ahí sin mascarilla y alardear de no llevarla. Que, además de molestar, impide o dificulta el derecho a escupir sin trabas y con libertad.
Lo de las mascarillas por cierto, daría para un artículo entero, aunque de momento y para terminar, tan sólo un apunte más:
Ayer mismo, mientras paseaba con Coco (mi perro) me crucé con un grupo de adolescentes. Los chavales iban en línea, ocupando toda la calle, caminando como si les escociesen los sobacos, con un porte y una chulería que para qué.
Uno llevaba la mascarilla en la mano, otro en el codo y otro en el cuello, pero el que me llamó la atención fue uno que la llevaba colgando de la boca, mordiendo la gomita elástica. Me recordó a una gata llevando a su cachorrillo, y la imagen me hubiese parecido muy tierna de no haber sido porque al pasar a su lado me miraron con desprecio, como diciendo “apártate de nuestro camino, idiota”. Es difícil saber quién es más idiota, si ellos o yo, insisto en que todo es relativo. Pero, si se me permite dudar (algo impensable en un descerebrado auténtico), ahora mismo dudo de todo lo escrito y expuesto. Porque, los cuatro chavales con los que me crucé ayer, en lugar de envidia me dieron cierta pena. En el fondo les agradezco que me hayan regalado una historia a modo de anécdota con la que terminar este artículo.