Lo nuestro comenzó como empieza una partida de Tetris. Con la certeza de que en algún momento terminará. Los que conozcáis ese juego sabréis que puedes marcarte metas y cumplirlas con más o menos destreza, pero llegará un momento que la pantalla llena de piezas mal combinadas te impedirá seguir formando líneas. Un Tetris siempre es una cuenta atrás segura: una bomba de relojería.
Tú eras como la pieza roja: Lisa y estirada. Sincera, práctica, fina, elegante y sin dobleces. Por el contrario yo unas veces era como la pieza azul, enroscada y cerrada sobre mí misma y otras veces como la pieza naranja, retorcida, asimétrica, imposible de poner en equilibrio y con un hueco permanente por llenar.
La partida comenzó con dificultad –mis piezas giraban en sentido horario y las tuyas en el contrario–. Ambas tratamos de formar buenos momentos, pero al igual que las líneas, desaparecían casi en el mismo instante de formarse.
La gravedad tiraba hacia abajo de las piezas cada vez con más fuerza y el vértigo construía hacia arriba el desastre que habría de venir… Cuando la velocidad de caída se volvió incontrolable y no fuimos capaces de alinear ninguna pieza más, te fuiste sin despedirte y no tuve otro remedio que continuar mi partida yo sola.
Desde entonces, las piezas siguen cayendo, pero jamás volvió a caer la pieza roja, la larga, la más elegante de todas, aquella que me habría de recordar a ti.
En su lugar, todas las demás caen arrojadas de un modo grotesco, grosero y sin ninguna gracia. En su caída giran imprevisibles y se estrellan contra el suelo rompiéndose en varios trozos, provocando un ruido sordo como cuando se rompe un hueso –como cuando se rompe una vida–.
La partida no acaba y sigue su largo y extraño discurrir.
Yo ya no formo líneas porque ya no manejo los mandos. Tan sólo esquivo como puedo las piezas que alguien arroja sobre mi cabeza.