—Papá… ¿me cuentas otra vez el cuento? —mi niño me preguntó con la misma ilusión de todas las noches.
—Claro, hijo, pero después te dormirás que ya es tarde —y arropándole me froté un poco los ojos. Había sido un día duro y tenía algo de sueño.
—Escucha bien, hijo mío, no te pierdas detalle de esta historia tan aterradora.
—¡Espera! —me interrumpió— ¿Cómo se titula el cuento? Y me miró con sus ojitos abiertos como platos.
—Se titula… ¡El moooonstruo del armaaaario! —y mientras lo pronuncié, puse mi voz más profunda y tenebrosa.
—¡Qué bien, qué ilu! —exclamó dando unas palmaditas rápidas.
Hice memoria y empecé a contar tal y como recordaba todo:
“Cuando le pedí a mi padre que mirase en el armario por si había un monstruo… así lo hizo. Abrió la puerta convencido… y después de que su rostro mostrase una expresión de horror, volvió a cerrarla y dijo con la voz temblorosa que allí no había nadie y que no me preocupara. No me dio el beso de buenas noches. Salió deprisa de la habitación y desde ese día nunca más lo volví a ver.
Al final, a todo se acostumbra uno. A vivir sin padre, y también a compartir habitación con un monstruo que vive en el armario.
Sé por qué lo hizo. Por qué se fue mi padre, digo. El monstruo del armario daba bastante miedo. Aunque no era muy mayor (tendría mi edad, más o menos) era de color oscuro, tenía colmillos largos, los ojos amarillos y las orejas puntiagudas. De piernas y brazos fuertes, pero con dedos largos y uñas afiladas, aseguraba no saber de dónde había salido ni qué hacía allí. A mí me dio pena porque parecía desamparado. Por eso le acogí en mi cuarto y en mi armario. Además, el armario era enorme. Había sitio para mi ropa, mis cosas y para él. Y al ser hijo único siempre había echado de menos un hermano con quien jugar.
Desde el primer día mi prioridad fue ocultárselo a mi madre; no quería que hiciera lo mismo que mi padre. No fue difícil, desde que él se marchó, mi madre trabajaba todo el día y tenía poco tiempo que dedicar a la casa, a mi cuarto y a mí.
Una tarde, como el monstruo no tenía nombre decidimos uno. Yo le hubiera llamado Robin, Luke o Irwin pero él eligió Vampoo. Vaya nombre raro, pensé.
Le di permiso para utilizar mi ropa. A excepción de la ropa interior, claro. Como no íbamos muy bien de dinero y mi paga semanal no daba para mucho, la robaba de los tendederos de los vecinos.
La comida no era problema, no le hacía falta comer ni beber. Tampoco necesitaba ir al baño, lo cual era una gran ventaja porque eso hacía más fácil mantenerlo oculto y tampoco sudaba ni olía, por eso no le hacía falta cambiarse mucho de ropa ni bañarse.
Por aquel entonces yo no tenía muchos amigos en el colegio. A Vampoo no le gustaba la gente y me quería solo para él. Aún así… ¡tampoco me daba tiempo! Después de clase tenía que volver a casa para hacer los deberes y estudiar, hacer la compra, limpiar y también jugar y hacerle compañía a Vampoo. Entiendo que bastante aburrido tenía que ser pasar solo toda la mañana.
Como no hablaba ni me relacionaba mucho, mis compañeros me pusieron un mote. A la gente le gusta mucho poner motes. El chapas, el chino, el granos… Y yo fui el raro. Reconozco que podría haber sido peor pero… habría que haberlos visto a ellos, sin padre ni hermanos, llevando una casa y compartiendo habitación con un monstruo de verdad, como los que salen en las películas de miedo.
Por las tardes Vampoo me ayudaba con los deberes e iba aprendiendo a la par que yo, aunque a él no le gustaba estudiar. Pero era mi condición imprescindible para poder ser amigos. Que me ayudara, con los deberes y también con las tareas de la casa. Sólo después de terminar era cuando nos poníamos a jugar hasta que mi madre llegaba, entonces se escondía en nuestro cuarto mientras ella y yo cenábamos y nos contábamos nuestras cosas.
Mi madre nunca se enteró de que Vampoo vivía conmigo. Tenía el oído muy fino y si ella se acercaba se escondía debajo de la cama. Era muy rápido. También muy fuerte, para su corta edad y su escasa estatura.
Alguna vez nos peleábamos… como todos los niños, con sus hermanas o hermanos. A mi no me gustaba que se enfadase, sus ojos amarillos se ponían rojos y su cara se volvía tenebrosa y daba verdadero miedo… así que le pedía perdón y hacíamos las paces.
En alguna ocasión me ayudó, cuando alguien se metió conmigo en el recreo y me pegó, no tuve más que decírselo a Vampoo. Por la noche le hizo una visita y asunto arreglado, no volvió a molestarme.
Cuando oscurecía también me era muy útil. No tenía miedo a que alguien me hiciera daño. Él me protegía.
Y así pasaron los años.
Mi madre y yo.
Vampoo y yo.
Cuando me tocó elegir Universidad, elegí una cercana a la ciudad. Le dije a Vampoo que no podría venir conmigo, que tendría que quedarse en casa y yo iría a visitarlo cuando me fuera posible…
Ese día se puso como una fiera y rompió varias cosas de nuestro cuarto. Logré calmarlo, pero se quedó enfadado unos días. A mí me cayó una buena bronca porque tuve que decirle a mi madre que había sido yo.
Aún quedaba todo el verano para estar juntos. Aún así, ya nunca volvió a ser como antes.
A lo largo de ese verano crecí (curiosamente, él no lo hizo ni lo haría nunca) y empecé a pensar de manera diferente.
Había muchas cosas que ver más allá de ese armario y esas cuatro paredes que se me caían encima cada día un poco más. Me estaba perdiendo muchas vivencias, quería conocer gente y cambiar de aires.
Yo le ocultaba a Vampoo esos pensamientos, sabía que no le gustaría saberlo. Él estaba encantado con nuestro armario, nuestro cuarto y conmigo. No necesitaba más pero yo sí.
Cada día, la presencia de Vampoo me resultaba más asfixiante. Nuestra diferencia de edad cada vez era mayor; él quería jugar siempre más, quería que hablásemos más, me reclamaba continuamente, quería que le contara todo lo que hacía y también mis cosas y mis secretos. Nunca estaba satisfecho, todo era poco. Tenía mil proyectos y en ellos sólo estábamos él y yo. Yo estaba harto y le daba la razón como a los tontos. Mejor dicho, le daba la razón como a los monstruos. Como a los monstruos pequeños. Porque nunca dejó de ser un monstruo de unos pocos años.
Cuando me fui a la Universidad me dio mucha pena. Aunque yo ya estaba muy distanciado de él estuve tentado a decirle que viniera conmigo. Pero no podía ser porque no tendría un cuarto para mí solo y el campus no era lugar para él.
No se despidió. Se quedó dentro del armario.
Y yo empecé mi nueva vida con un nudo en el estómago y otro en la garganta… Pero habiéndome quitado un peso de encima y con una innegable sensación de libertad y futuro.
Cuando en el campus me asignaron habitación y compañero fue una bocanada de aire fresco. Lo necesitaba.
Mi compañero Noé era muy buena persona. Enseguida congeniamos y nos hicimos amigos. Era completamente diferente a Vampoo. Me daba libertad. Sin agobios, sin presiones ni miedos. Además de habitación, compartíamos sueños… la vida por delante abría sus puertas y ambos la mirábamos expectantes, con deseo y ambición.
Hablábamos mucho, sobre todo cuando acababa el día y en poco tiempo sabíamos casi todo del otro. Le encantaban las historias de miedo. Antes de dormirnos, solíamos contarnos (o inventarnos) alguna. Nunca mencioné a Vampoo, pero estoy seguro de que me hubiese creído y hubiera querido conocerlo.
Noé dormía con su machete bajo la almohada por si había un apocalipsis zombi. Él era así. Decía que lo de la invasión zombi era cuestión de tiempo y quería estar preparado.
“Algún día te harás daño, te sería más útil una pistola” le advertí varias veces y él siempre decía que aún no tenía edad, pero que todo se andaría.
El sábado fui a visitar a mi madre… y también a Vampoo.
Llegué antes que ella y lo busqué por todas partes pero no lo vi. La casa estaba limpia y ordenada. Demasiado, para el tiempo libre que tenía mi madre.
Pasé allí el fin de semana. Me echaba de menos, pero la vi contenta. Nunca temí por ella. Sabía que a Vampoo sólo le interesaba yo. Aunque agradecí que desde la sombra ayudase a mi madre con la casa.
Volví al campus desconcertado por no haber visto a Vampoo en ningún momento.
A partir de ese día, comenzaron los rumores. Los estudiantes empezaron a decir que a veces veían una sombra pequeña moverse increíblemente rápido y unos ojos amarillos que observaban desde la distancia. No tenía duda de quién era.
Yo trataba de comportarme con normalidad pero estaba muy intranquilo. En cambio Noé estaba emocionado. Varias veces salió por los pasillos del campus, cuando era noche cerrada y todos dormían. Yo solía acompañarle, no quería que se encontrase con Vampoo él solo, sabía que nadie corría peligro si yo estaba delante.
Una noche me acosté pronto porque tenía mucho sueño y justo antes de dormirme vi que Noé salía de la habitación.
Dormí toda la noche.
Cuando desperté por la mañana, Noé no contestó a mi “buenos días” y tiré de su manta…
Estaba muerto sobre una gran mancha de sangre, con su machete de matar zombis clavado en el cuello.
Días más tarde, los forenses, dirían que se había clavado el cuchillo mientras dormía en un movimiento involuntario. Noé se movía mucho por las noches… pero de ahí a seccionarse la yugular…
En la autopsia dirían también que el cadáver apareció con los dedos índice y medio de cada mano estirados y separados, como haciendo el símbolo de la victoria. Dirían que en el momento de la muerte estaba soñando. Pero yo sabía que no era un símbolo. No era la “V” de victoria. Era una firma. Era la “V” de Vampoo.
Esa misma tarde fui a casa, antes de que mi madre llegara.
Roto y fuera de mis casillas me puse a gritar, a llorar, a insultar a Vampoo.
Le grité que de acuerdo, que él ganaba. Con los ojos llenos de lágrimas, le pedí que me dejara terminar la universidad y que después viviríamos juntos el resto de nuestros días. Pero a cambio, él no mataría ni haría daño a nadie nunca jamás.
Salió de su escondite y me dijo que de acuerdo.
Con una de sus uñas me hizo un corte en la palma de la mano y después hizo lo mismo en la suya.
Nos dimos la mano y así sellamos nuestro pacto.
Ninguno de los dos rompería jamás el juramento de sangre”.
—Papá, qué historia tan aterradora, ¡la has contado genial! —mi niño me miraba emocionado.
Siempre me pregunté cómo le gustaban tanto las historias de miedo. “Las de caballeros y princesas son un rollo” solía decir.
—Ahora tienes que dormirte —y me puse serio para no dejar opción.
—Antes de irte… ¿Puedes mirar en el armario por si dentro hay un monstruo? —y sus ojitos me miraron con inquietud.
—Claro —abrí las puertas del armario y me aparté para que mirase.
—Gracias papá —ahora su voz sonó tranquila mientras cerraba los ojitos.
—Espera papá, dame un beso de buenas noches…
Y entonces abrió sus ojos amarillos, y extendió hacia mí sus manos largas y sus uñas, una de ellas manchada todavía, con nuestra sangre.
Y con todo el asco y el odio del mundo, le di un beso a Vampoo.