New York, New York

Despierto, confuso.
La luz se cuela entre las lamas de la persiana y me molesta. Hoy, no sé por qué, puedo ver a través de mis párpados cerrados.
La voz de mi conciencia me da los buenos días y se pone a cantar una de Sinatra. New York, New York, concretamente. No lo hace mal, además. Pero me desconcierta. Normalmente la voz de mi conciencia se limita a decirme (más bien a repetirme) las cosas que hago mal. Y las que hago medio-mal también. Además nunca, nunca jamás me da los buenos días y no estoy acostumbrado a su saludo ni a que, en un alarde de auto afirmación, incluso egocentrismo, cambie su rutina y se ponga a emular a «La Voz».
Desde que he despertado, veo también dos manos saliendo de la pared. Una a cada lado del cabecero de la cama. Las dos son masculinas, una de hombre mayor, con manchitas, y la otra jóven, muy cuidada, grande y fuerte.
No es la primera vez que las veo, la diferencia es que normalmente ambas manos me hacían una bonita peineta cada una, pero hoy se han puesto a chasquear los dedos, a ritmo de la canción. Cuando llega el estribillo, hacen un trémolo curioso. Algo así como chas-chas, chaca-chaca-chás. Admirable. Buen swim tienen mis nuevas amigas.
La canción se acaba y me dan ganas de aplaudir, pero ante mi desconcierto no lo hago y me limito a pronunciar un tímido «hola» con cierto matiz de interrogación, como queriendo preguntar en realidad, qué leches está pasando.
Ya sé que es raro que un par de manos (de diferentes personas además) oigan, pero deben haberlo hecho, porque acto seguido se ponen a saludar efusivamente. Me pregunto si saludan o si en realidad se despiden.
Me incorporo. Realizo ese ejercicio mental que a todos nos ha tocado hacer más de una vez, para determinar si estamos soñando o no. Tras el auto chequeo de mis sentidos y sus sensaciones determino que estoy despierto y bien despierto.
Quizá estoy imaginando demasiado fuerte.
O estoy escuchando demasiado hondo.
O mirando demasiado lejos.
O a lo mejor, enloqueciendo demasiado pronto.
O todo ello a la vez.
Y mientras, sigo reparando en que, la luz me molesta cada vez más aunque cierre los ojos.

–No seas mentirosa, tú no puedes ver a través de los párpados cerrados –me dice.

Bueno, esto ya me resulta más familiar. Incluso, me tranquilizo un poco. La voz de mi conciencia vuelve a criticarme, como siempre. Me quedó pensativo.

–¿Mentirosa? ¿Por qué me has cambiado el género? –Le pregunto inquieto. –Y… ¿como sabes lo que yo veo o dejo de ver? –inquiero mientras sigo abriendo y cerrando los ojos para comprobar que, haga lo que haga con ellos, soy incapaz de dejar de ver la habitación, ni las manos, que continúan saludándome – despidiéndose, aunque ya sin tanta energía, pues lleva un cuarto de hora moviéndose frenéticas.

–Yo lo sé todo chavala –me grita, altanera y prepotente, mi estúpida conciencia.

Y entonces se pone a cantar «Yo soy aquel» de Raphael. Desde luego, la voz de conciencia en cuestión musical está a la última moda. Las manos vuelven a chasquear… Eligen un tempo compuesto, un seis por ocho. Y creo que se han equivocado. Qué decepción, a esta canción no le pega nada ese ritmo.

–¡Se dice flow, antigua, que eres una antigua! –Protesta mi conciencia. Qué maja. Y así todo el día, oye.

A mitad del segundo estribillo ya me dan ganas de taparme los oídos… pero para qué. A estas alturas ¿alguien duda de que hiciera lo que hiciera, seguiría oyendo la dichosa voz y los dichosos chasquidos?
Me quito el pijama y lo cuelgo en mi “nuevo perchero”. Ante todo, uno tiene que ser práctico. Elijo la mano joven que queda completamente cubierta. Mejor así. Una cosa menos de la que preocuparse. Ya me estaba poniendo nervioso tanto soniquete.
Pero no le ha gustado. La mano se revuelve y tira el pijama al suelo. Al rincón. Para que se le llene de pelusas. Hija de puta. Motherfucker, quiero decir, pues desde que he despertado pienso en inglés.
Recojo el pijama del suelo y miro a la mano con gesto desafiante.
Anda, mira, qué peineta tan perfecta me hace. Oye, de libro. Si tuviera el móvil a mano le hacía una foto para ponerla de perfil en Facebook.
Empiezo a estar verdaderamente cansado y aburrido de este asunto. Y no sé si lo he pensado o también lo he dicho.

–¿Por qué sigues hablando en masculino? –Me pregunta mi voz, con su toque prepotente. –Y por qué piensas en inglés? –prosigue, impertinente.

En realidad, no sé si ha sido la voz o la mano la que lo ha preguntado. Pero ya me da igual.

–¡Iros a la mierda los dos! –les grito. –¡Que me tenéis hasta los cojones, coño!… ¡O hasta el coño, cojones!…

Tiro el pijama sobre la mano y salgo de la habitación enfadado. O enfadada. Ya ni lo sé. Que me estáis liando. ¡Joder! ¡Shit!
Qué pesados, por favor…
Decido darme una duchita. A ver si el agua limpiando mi cuerpo se lleva también tanta tontería.
Por inercia enciendo la luz del baño… aunque no hubiera hecho falta, pues sigo viendo perfectamente a pesar de estar oscuro.
Me veo entonces reflejado en el espejo. Sorprendentemente, tengo un bonito cuerpo de mujer… Bueno, bonito no… perfecto. No es que esté buena, no… soy la mujer 10. La mujer 10 en bragas. Yo creo que me doy un aire a Scarlett Johansson. Lo raro es que si me miro directamente, sigo siendo el mismo de siempre. Un hombre más bien normalito.
Así que prefiero mirar al espejo.
Me dan ganas de meterme mano allí mismo.
Y de hecho, no lo hago porque justo en ese momento, suena el timbre de la puerta. Sé que es el timbre porque en lugar del típico ding dong, suenan las maracas de Machín. Lo más normal del mundo.
Llaman una segunda vez.
Ahora suena el himno de Eurovisión. Voy corriendo antes de que llamen una tercera vez y suene la sintonía de “Verano azul”. Eso sí que no, por favor. Un poco de piedad, que aún no he desayunado.
Pero antes, corro a la habitación a por el pijama. Trato de cogerlo, pero la mano-perchero no lo suelta.
Forcejeo y tiro del pijama con todas mis fuerzas, pero lo tiene muy bien agarrado, la hija de puta. Son of a bitch, quiero decir, que sigo pensando en perfecto inglés.
Se me ocurre abrir el armario y buscar algo con lo que taparme.
Pero… sinceramente… no me atrevo. Prefiero abrir la puerta de entrada en bragas antes que abrir el armario y por ejemplo, me muerda la ropa que hay dentro.
Corro hacia la entrada, pero antes paso por el baño y me miro al espejo una vez más… estoy buenísima de la muerte. I’m so pretty… quiero decir.
Y sigo corriendo hacia la entrada, toda pizpireta, con mis braguitas rosas. Qué monas son, con ese lacito rojo tan bonito.
Mientras voy llegando compruebo cómo la oscuridad sigue huyendo de mí. La veo atravesarme como si nada y alejarse por el largo pasillo, en dirección al dormitorio, de donde salió.
Ahora lo comprendo todo:
No es que pudiera ver a través de mis párpados cerrados (que tampoco sería tan raro, ¿a quién no le ha pasado alguna vez?) lo que ha ocurrido es que al despertar, la oscuridad ha huido de la habitación (o de mí) y se ha ido hacia la puerta de entrada. Igual que el humo de un cigarrillo se va hacia siempre va a la cara del que no fuma.
Al girarme, me percato de la gran medusa que flota frente a la puerta. Con una sonrisa de oreja a oreja. Tienen orejas las medusas? Pues no lo sé… al menos esta si.
Debo de estar bajo el agua. Eso explicaría el por qué hace ya rato que tengo la angustiosa sensación de que me estoy ahogando… ¿Cuánto tiempo llevo sin respirar? No lo sé, pero de momento es soportable. Cuando me vuelva azul, entonces ya veremos.
Ah sí… la puerta. Se me había olvidado. Esquivo la medusa, giro la manilla y abro muy despacio.
Vete tú a saber lo que me encontraré al otro lado.
He aquí:
Chris Hemsworth vestido de enfermero, todo sonriente.

–Come in, come in –me invita a pasar sin dejar de sonreír.

Boquiabierto y ojiplático, cruzo la puerta y entro a lo que parece la recepción de una consulta médica privada.
Sostiene otra bata para mí, de color verde, y me la ofrece. La mía es mucho más fea, de enfermo de hospital, anudada por detrás, humillante, diría yo,
Prefiero la suya, la verdad, parece hecha a medida para resaltar su cuerpazo. Qué guapo está, con su pelo rubio, sus ojos azules y su 1,81. Sólo le falta el martillo de Thor, al canalla, pero no podría sujetarlo, veo que le falta su mano derecha. Aunque su muñón es perfecto y redondo y no lo cruza ninguna cicatriz. Me dan ganas de pedirle un autógrafo. O un selfie. O dos besos… o lo que sea!… Pero no puedo, pues, aunque pienso en un perfecto inglés, soy incapaz de hablarlo. Ya es mala suerte; no creo que vuelva a verme en una situación como esa.
Me pongo la bata verde mientras Chris Hemsworth me mira de reojo, con cierto deseo, diría yo. Quizá es que le han gustado mis braguitas rosas. A quien no…
Con su mano buena (la otra hace rato que la metió en el bolsillo de la bata) me señala una puerta.
Y se esconde detrás del mostrador, desde donde, sin perder esa sonrisa, me sigue señalando la puerta con su mano buena.
Si Chris Hemsworth me pide que cruce la puerta, yo la cruzo. De igual manera que si me pidiera sonriendo que hiciese el pino-puente o abriese la ventana y saltase por ella, lo haría sin dudarlo.
Así que, anudando mi humillante bata (y notando la mirada de Chris Hemsworth en mi culo) cruzo la puerta para ver qué es lo que ocurre ahora.

Aparezco en una habitación grande y vetusta. Todo se ve en blanco y negro y con un ligero matiz sepia como una fotografía antigua, excepto yo, que tengo el color de un negativo de fotografía, también antigua, para no desentonar. La habitación tiene un ventanal enorme por la que se ve una ciudad, también antigua.
En la pared, a una estantería pesada e inmensa ya no le caben más libros, y delante de ella, hay una mesa también clásica y pesada, llena de papeles con anotaciones hechas a mano, de una caligrafía interesante.
Unas cuantas estanterías y vitrinas con objetos de lo más variado adornan las demás paredes y rincones. Parece la consulta de un médico de principios de siglo.
No le falta ni el esqueleto típico, a tamaño real, que a decir verdad, me da muy mal rollo, porque da la sensación de que está pendiente de mis movimientos y además, desde que he entrado no hace más que guiñarme el ojo. Y esa sonrisa llena de dientes, y ese pose altivo con la cabeza que casi le apunta al techo…
Hay un diván clásico y típico enfrente de la mesa.
Juraría que el esqueleto, sin pronunciar una palabra ni hacer un solo gesto, me invita a sentarme.
Mis pasos desnudos tan apenas se oyen en el suelo de madera oscura.
Me recuesto en el diván sin apartar la mirada del esqueleto, al que advierto, como no, que le falta la mano derecha.
Me relajo en el diván y espero a que algo ocurra…
Llaman a la puerta que se abre despacio.
Entra Sigmund Freud, fumando un puro enorme y echando bocanadas de humo que se queda orbitando alrededor de su cabeza. La brasa anaranjada del puro es el único color en la habitación que sigue viéndose en blanco y negro.
Lo veo relativamente bien… considerando que lleva casi 80 años muerto. Yo creo que aún no se le ha manifestado el cáncer de paladar que lo mataría a los 83 años.
Saluda con voz animada y decidida y nos estrechamos la mano al tiempo que se presenta.
Se sienta en la mesa. Saca una libreta y apaga el puro.
El humo se queda alrededor de su cabeza. Ya debería haberse difuminado. En cambio, se ha quedado formando un disco. Igual que los anillos de Saturno. Con la sonda Cassinni y todo, orbitando alrededor.
Entonces se pone muy serio y me pide que se lo cuente todo.

–¿Todo? –repito lentamente, separando un poco las sílabas. Quiero que sepa que como empiece a contar, va a flipar en colores.

–Todo –sentencia, mientras pienso que con la cantidad de cosas que habrá escuchado este hombre a lo largo de su vida estará inmunizado contra todo. Bueno, contra el reguetón seguro que no. Como le cante algo de lo que suena últimamente por aquí entonces sí que va a flipar, me echa de la consulta seguro. Pero no quiero que se avergüence de los futuros giros ni vuelcos que dará de la humanidad, así que empiezo a contarle con todo detalle lo que me ha ocurrido desde que he despertado.

Estoy como tres cuartos de hora contándole, sin parar. Cuando termino, tengo la boca seca. Qué bien me he quedado, oye.
Y un silencio que considero demasiado largo se apodera de la consulta. Decido esperar un poco más a ver si arranca.

–Qué opina, doctor –pregunto impaciente.

Pero nadie responde.
Me levanto del diván despacio y extrañado –o extrañada, ya ni lo sé–. Veo que la habitación ha recuperado el color, que no hay nadie sentado detrás de la mesa y que la cabeza del esqueleto apunta hacia abajo y parece muy triste con sus cuencas oscuras y vacías.
Salgo por la puerta de la consulta y Chris Hemsworth, tras el mostrador me extiende una factura por un importe de 50.000 euros. Creo que es un poco caro, pero pago sin rechistar con mi American Express mientras me despido babeando con alguna frase en perfecto Spanglish. Ni un selfie con él ni nada. No me atreví ni a pedirle el recibo. Soy una idiota.
Abro la puerta de mi casa y vuelvo a mi habitación.
La medusa que antes había en el pasillo ahora es un perro que duerme tranquilo y no parece haberse enterado de todo el jaleo.
La sensación de estar debajo del agua ahora es justo a la que precede al despertar.
Me meto en la cama. Las manos del cabecero son lamparitas normales y corrientes. Antes de abandonarme al sueño las apago. Todo se queda en silencio y en perfecta oscuridad.

Despierto muy confuso, rodeado de destellos blancos. Están por todos lados y giran alrededor de mi cabeza. O tal vez soy yo la que gira. O la habitación. No lo sé. Quiero hablar pero no puedo y me duele todo el cuerpo. Oigo una máquina a mi lado que hace sonar unos pitidos al compás de mis latidos.
Aún tardaré un rato en eliminar la anestesia.
Un médico que se da un aire a Sigmund Freud –acompañado de un enfermero que se parece un poco a Chris Hemsworth– me dice que la operación de cambio de sexo ha sido todo un éxito. Me lo dice en castellano aunque la clínica está en Nueva York –elegí la mejor del mundo y me ha costado un dineral–. Pero estoy convencido de que el resultado merecerá la pena.
Les doy las gracias y me quedo sonriendo.

–Lo primero que haré cuando me quitéis todos los puntos, será ponerme unas braguitas rosas –les digo.

–¿Con lacito? –preguntan a la par.

–Por supuesto –les digo satisfecha.

Deja un comentario