Mil caras

Aquella que imaginé, que soñé. Aquella que todas las noches se enamoraba de mí. La que yo mismo perfilé con pensamientos y anhelos.
Quien después de darme calor se perdía entre el frío de las sabanas cuando llegaba el día. A quien puse mil caras y cada noche le dedicaba un poema. Ella era la extensión de mi soledad, alimentada con promesas y abrazos imaginarios. Tenía mil maneras de acariciar y otras tantas de marcharse.
Una noche no acudió a su cita. A pesar de amarla con toda mi alma, no fui capaz de llorar. Quizá porque nunca fue mía.
Y me olvidé de ella.
Tiempo después, la he vuelto a ver.
La noche la envolvía mientras la observaba por la ventana. Ausente, caminaba descalza por los tejados. Parecía el espectro de una dama victoriana, herida y despechada, arrastrando mis promesas de amor como si fueran viejos y pesados ropajes. Seguía teniendo las mismas mil caras, una distinta para cada noche.
No me miró. Sólo caminaba…
Cerré la ventana.
Decidí dedicarle un último poema. Para que le ayudase a llegar al final de la noche y no pierda lo único que tiene. Para que encuentre pronto otro soñador que pueda construirle un mundo imaginario, tan sólo para ella.
Antes de volver a mi cama, supe que no era yo sólo el que la había imaginado.
Tras muchas de las ventanas, había una mirada observando su lento paseo hacia la nada, sintiendo exactamente lo mismo que yo.
Desde entonces, en las noches más oscuras, sólo cuando no hay luna que la observe, sale a pasear. Y desde su mirada vacía y ausente, nos recuerda… o nos maldice. A todos y cada uno de los que le jurábamos amor eterno hasta que después amanecía… A todos los que un día nos olvidamos de ella.

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