Quizá oyera mi voz rasgando el vacío o sintiera mi calor a través de la niebla lechosa.
Quién lo sabe…
Sólo sé que a veces el pasado es diferente y el futuro nos esquiva.
Miré hacia arriba y vi su mano blanca y elegante aparecer por una grieta. La única que había en aquel lugar, en lo más alto de aquella celda de barrotes de cristal que yo mismo construí con gran esfuerzo.
Con aquella mano apareciendo de la nada, abierta e invitándome a cogerla, me asaltó el recuerdo de una bonita canción… Tarareé la melodía y escuché su eco profundo.
En algún lugar lejano alguien más silbó también mi melodía.
Sonreí.
Me levanté y tomé aquella mano etérea y cálida.
Tiró hacia arriba suavemente.
En su ascenso, y a través de la grieta en el techo de mi celda pude vislumbrar un cielo limpio y claro, sin nubes de tormenta ni vuelos en picado…
Solo en el último momento, con los ojos iluminados y mi rostro sonriente, justo antes de colarnos, solté la mano y volví a caer.
Antes de irse, la mano se acercó y me acarició la mejilla.
La besé.
Olía a azahar.
Se fue, y yo me quedé sentado en el suelo, tarareando mi melodía, que alguien en algún lugar también silbaba.
La grieta ya nunca se cerró, y por ella se cuela ahora el resplandor de una mañana espléndida. En los días de primavera, el rocío cae entre destellos parpadeantes y hace brillar el lecho en el que duermo.
A veces pienso que al otro lado la mano me sigue esperando porque alguien silba conmigo la melodía que a veces tarareo.
Y yo sigo sentado, mirando una rendija del cielo sobre un lecho luminoso de rocío.
Sonriendo, sigo recordando el dulce olor a azahar: Como si aún hoy, aquella mano continuase acariciando mi mejilla.